prologo
Después de caminar más de tres horas por las frías calles de Portland, con el viento helado calándome hasta los huesos, finalmente sentí que el peso de la amargura comenzaba a disiparse, aunque fuera un poco. Mis pies me llevaron sin rumbo, pero mi alma sabía que necesitaba perderse para encontrarse. Cuando ya no me quedaban lágrimas que esconder tras el maquillaje corrido ni pensamientos que pudieran herirme más de lo que ya lo habían hecho, decidí regresar a ese lugar que alguna vez llamé hogar. O al menos, a lo que solía parecerlo.
Mi matrimonio estaba hecho trizas, tambaleándose sobre los escombros de lo que alguna vez fue amor. La pérdida de mi bebé en aquel trágico accidente solo había terminado de hundir los restos de una relación que se deshacía entre silencios, ausencias y mentiras. Emilio ya no era el hombre que conocí, ese que me adoraba con una devoción que casi se podía tocar. Su transformación fue lenta, imperceptible al principio, como una lluvia fina que no se nota hasta que estás empapada. Ahora no quedaba ni una sombra de aquel esposo amoroso. En su lugar habitaba un extraño distante, obsesionado con su trabajo y con mantener una “vida de ensueño” que era cualquier cosa menos eso. Ironías del destino: jamás soñé con esta vida.
Al llegar a la mansión -esa caja fuerte disfrazada de lujo donde los afectos jamás encontraron refugio- no sentí nada. El dinero nunca me impresionó, porque jamás llenó los vacíos que realmente importaban. Subí las escaleras con pasos pesados, como si cada uno marcara una despedida anticipada. Abrí la puerta de nuestra habitación, el único rincón de esa casa donde alguna vez fui feliz. Allí compartimos risas, secretos y caricias; pero todo eso era ya parte de un pasado que se deshacía como arena entre los dedos.
Y fue esa noche cuando comprendí con claridad brutal: el hombre al que amé, mi esposo, mi compañero, mi todo… no volvería jamás. Su corazón, su cama y sus promesas ahora le pertenecían a Carrie Stuart. Ella, con la complicidad silenciosa de mi suegra, había borrado todo lo que Emilio y yo construimos con amor y esfuerzo. Nuestro “felices para siempre” fue una mentira cuidadosamente elaborada, sostenida por apariencias y traiciones.
Mi vida carecía de sentido. Pero también supe, con esa certeza que llega de golpe, que esa sería la última noche en la que me permitiría quebrarme. La última vez que me abrazaría al dolor como si fuera todo lo que me quedaba.
Me recosté en la cama, la misma que alguna vez fue nuestro refugio, y por unos instantes dejé que las sábanas me envolvieran como una caricia nostálgica. Era irónico: ese espacio donde tantas veces me sentí pequeña, también me ofrecía un consuelo efímero, casi tierno, como si me dijera al oído “aquí termina todo… y aquí puede comenzar algo nuevo”.
A la mañana siguiente, me levanté con una determinación que no reconocía como mía. Elegí mi ropa sin dudar, cerré mi maleta con firmeza y, mientras dejaba la habitación atrás, sentí cómo cada paso sellaba una etapa. Me hice una promesa: nunca más regresar a ese lugar. Nunca más volver a ser quien fui entre esos muros.
Compré un pasaje sin retorno a Italia, ese país que siempre soñé conocer, pero que nunca me atreví a visitar. Esta vez no habría miedo. Esta vez no habría nadie diciéndome cómo debía vivir. Sabía que reconstruirme dolería. Sabía que las heridas seguirían ardiendo por un buen rato. Pero también sabía que ya no había marcha atrás.
Italia me esperaba. Y con ella, la oportunidad de renacer de las cenizas que dejaron quienes más amé. Esta vez, por fin, iba a ser para mí.