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El Misterioso Amante de Magdalena Cortez

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Blurb

Magdalena está atrapada en un matrimonio contractual con Valentín Moreno, un hombre irascible, violento y posesivo, que hace que cada momento de su vida sea un tormento.

Está sola en esa mansión enorme y fastuosa, ya que no puede contar ni con Isabel, su propia madre, para que le brinde consuelo.

Su "esposo" está obsesionado con que le dé un hijo, razón por la cual está dispuesto a desobedecer las cláusulas del convenio legal que ambos firmaron.

Magdalena está desesperada y ya no le encuentra ningún sentido a su existencia. Está tan perdida que ha decidido quitarse la vida.

Pero una luz en la oscuridad ha acudido para rescatarla y devolverle la esperanza. Ahora tiene un amante que le demostró que era bella, vibrante y que su cuerpo estaba hecho para sentir cosas increíbles.

Tienen una relación clandestina y plagada de peligros, pero no le importa nada, porque en sus brazos finalmente descubrió la belleza de ser mujer.

No sabe exactamente quién es, ni tiene claro cuál es su nombre. Aparece para darle el mayor placer y después se desvanece sin dejar rastros.

Lo que no sabe es que su nuevo amor tiene motivos ocultos. Está en una misión sagrada de venganza, debido a un pasado doloroso y atroz.

Hizo un juramento sagrado sobre la tumba de su padre de que no descansaría hasta ver cumplida su revancha. Con el mismo fervor prometió que no se detendría ante nada ni nada y que no le importaría si alguien sale herido.

Pero ahora siente cosas por Magdalena que no había experimentado jamás. Teme por ella y haría todo por verla feliz.

¿Qué es lo que hará? ¿Seguirá con sus planes implacables o abandonará su cruzada para ser feliz de verdad?

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Capítulo 1: Viviendo en una jaula de oro
El cuarto de la señora Moreno estaba sumido en las penumbras y en un silencio sepulcral. De alguna forma, el ambiente evocaba la sensación de que el tiempo se había detenido entre esas cuatro paredes lujosas y elegantes. Sin embargo, eso no era más que una ilusión, porque afuera el sol ya había salido desde hacía un par de horas. Por eso, una empleada doméstica ingresó en la habitación y se dirigió hasta la ventana a un lado de la cama enorme, elegante y muy confortable. Acto seguido, abrió el cortinado de brocado rojo para dejar que la luz se adueñara del ambiente. Esto hizo que la mujer que dormía en el lecho, murmurara y se moviera levemente. Después de entreabrir un poco sus ojos giró hacia el lado contrario y se tapó la cabeza con la sábana de satén rojiza. —Buenos días, señora. — dijo la joven, que permaneció por un momento junto a la ventana. Por toda respuesta emitió otro gemido apesadumbrado. — Llévate la bandeja, Gina. Necesito dormir un poco más. — terció finalmente. — No la traje, señora. — Respondió la muchacha— Es que el señor ya está desayunando en el jardín y me envió para decirle que espera que lo acompañe. Ese anuncio, que a primera vista parecía ordinario, repentinamente trastocó la vibra del ambiente, inyectándole una buena dosis de tensión y alarma. Súbitamente la señora de la casa se incorporó en la cama y abrió sus ojos por completo. Sabía que hacer esperar a su “marido” podría tener consecuencias indeseables. La más predecible implicaba tenerlo en poco tiempo golpeando la puerta de su habitación, haciendo un escándalo. Y eso era lo menos que podía esperar de él. No quería verlo. Bueno, nunca quería en realidad. Pero sabiendo cómo era, prefería controlar el momento para que fuese lo menos amargo posible. — Está bien, — repuso con un suspiro de desaliento — me levantaré. — ¿Necesita ayuda para arreglarse?— le ofreció Gina. —Si, por favor. Te lo agradecería. — dijo. A continuación, agregó — Voy a darme una ducha rápida. Búscame el vestido floreado y los zapatos de tacón chino de color té. —Enseguida, señora. Fue al baño y se metió en la ducha. Minutos después salió ataviada con una toalla grande que cubría su cuerpo y con otra que formaba un turbante en su cabeza. Tomó las prendas que su empleada dejó sobre su cama, ingresó en el vestidor y cerró el cortinado para vestirse. Cuando salió tenía el vestido puesto, pero su espalda estaba descubierta. Sin que fuese necesario que se lo pidiera, Gina se colocó detrás de ella y le subió el cierre. También le ayudó a acomodar los breteles de la prenda y se aseguró de que la falda luciera prolija. A continuación, la señora se sentó en el resoir y tomó un cepillo con el que desenredó rápidamente su cabello húmedo. Después usó una hebilla con forma de mariposa para sujetar la parte superior de su pelo castaño, naturalmente ondulado. Finalmente se colocó sólo una cadena con un dije con forma de margarita en el cuello y se puso los zapatos. Gina le dedicó una mirada a los múltiples cosméticos y perfumes finísimos que tenía frente a ella. Era una colección realmente envidiable. — ¿Desea maquillarse? — le preguntó— O tal vez quiera ponerse sólo un poco de perfume. — No, gracias. — le respondió con apatía. — Hoy no estoy de humor. — Es una pena, señora. Alguien tan hermosa y joven como usted, con tantas cosas bellas a su disposición… Si tan sólo usara algo de base, eso mejoraría la complexión de su piel. La aludida se encogió levemente de hombros, evidenciando su completa falta de interés en su apariencia. —Así estoy bien— dijo finalmente. — Por favor, ve a decirle al señor que enseguida estaré con él. — repuso después. Gina se dirigió hacia la puerta en su camino de salida. Pero segundos antes de atravesarla se volvió para decirle sólo una cosa más. — Parece estar de buen humor. — Le comentó — Su equipo favorito de fútbol ganó el campeonato local. También lo escuché hablar por teléfono con sus asociados. Por lo que entendí, algo fue muy bien con los negocios. — agregó con una sonrisa gentil, en un intento de animarla. — Gracias, Gina. — repuso con una tenue calidez, antes de que la muchacha se retirara. Cuando quedó sola levantó la vista y observó su propia imagen frente al espejo durante unos instantes. No era vanidosa, pero sabía que tenía su atractivo. Su piel era clara y sus cabellos castaños formaban unos bonitos bucles naturales. Además, poseía unos ojos verdes muy hermosos que, cuando estaba de buen humor, lucían vibrantes y rebosantes de vida. Pero desde hacía un tiempo carecía de cualquier rasgo de autoestima que le permitiera apreciar su propio reflejo. En ese momento lo único que pudo ver fue una expresión pálida y una mirada apagada y carente de luz. Tenía sólo veinticinco años, pero se sentía como una persona muy vieja, profundamente cansada de vivir. ¿Hasta cuándo podría seguir así? ¿Era una vida lo que tenía? ¿Qué tan difícil podía ser escapar de todo eso y encontrar la paz? Comenzó a sumergirse en pensamientos muy oscuros, que la acechaban desde hacía cierto tiempo, pero logró detenerse. Su querido esposo la esperaba y por el momento prefería evitar cualquier altercado desagradable. Así que salió de su cuarto, bajó por las enormes escalinatas y se dirigió al comedor instalado en el invernadero. Allí lo encontró sentado en la cabecera de una mesa rectangular de caoba, mientras leía el diario. Pasó a su lado y se sentó en el otro extremo de la mesa dónde había una taza de porcelana y una tetera esperándola. Entonces, el individuo bajó el periódico un momento para hacer contacto visual con ella. — ¡Buenos días, Magdalena! — dijo. — Buenos días, Valentín — repuso ella con un tono de voz medio, tras lo cual emitió una sonrisita débil y poco natural. El individuo le devolvió una mueca cínica y le preguntó. — ¿Qué no tienes ni siquiera un besito para tu querido esposo? — dijo mientras señalaba su propia mejilla. Ella parpadeó a la vez que emitía un suspiro. — ¡Oh, lo siento! — dijo, tras lo cual se puso de pie y se le aproximó para besar su rostro. En la última fracción de segundo, él giró su cara deliberadamente para que el contacto finalmente fuese en sus labios. Magdalena abrió los ojos ante esa acción inesperada y él sonrió complacido por esa jugarreta infantil. La ofuscación la invadió por momentos, pero logró disimular ese sentimiento con otra sonrisa complaciente, aunque poco agraciada. Volvió a sentarse en su lugar y se sirvió un poco de té en su taza, a la que le agregó dos cucharadas de azúcar. Después se dedicó algunos segundos a girar el utensilio en su interior para que esta se disolviera. — Te ves pálida, — dijo su interlocutor— ¿tuviste otra mala noche? — ella asintió con la cabeza. — Pensé que estabas tomando pastillas para dormir. — agregó él. — Trato de no hacerlo, no me gusta el efecto que tienen. Me atontan durante el día. — Pero vas a tener que hacerlo, mujer. Tienes una apariencia cadavérica. — Lo sé y lo lamento. Trataré de solucionarlo. — Puedes llamar al doctor Pérez y preguntarle si te conviene reducir la dosis, o algo así. — Claro, más tarde lo haré. — musitó ella mientras bebía un sorbo de su té. Transcurrieron algunos minutos en silencio, plagados de incomodidad. Magdalena trató de lucir tranquila y afable, pero cada vez que miraba a su esposo sentada al otro lado de la mesa le llegaba una indeseable sensación de intranquilidad. Algunas conocidas le habían dicho que era una mujer afortunada, porque su marido, además de acaudalado, era muy atractivo. Valentín Moreno medía un metro noventa. Poseía un cabello n***o, que a sus cuarenta años comenzaba a poblarse de algunas canas. Su rostro era más que viril, recio, rebosante de excesiva masculinidad para su gusto. Sumado a esto, su cuerpo ostentaba una marcada musculatura, resultado de su rutina de entrenamiento con pesas. Esto no lo hacía particularmente desagradable. Excepto porque su anatomía estaba poblada de tatuajes, que lejos de ser bellos, eran uno más espeluznante que el otro. Exhibía una colección de calaveras, esqueletos y signos sangrientos que ella detestaba mirar. Todo esto lo convertía en un individuo que lejos de atraerla, en realidad le provocaba rechazo. Peor aún, le daba miedo. Valentín notó algo más sobre su esposa. — ¿Qué no vas a comer nada? — le preguntó — Es una pena que desperdicies tantas confituras y delicias que siempre hay en el desayuno. No entiendo cómo puedes empezar el día bebiendo tan sólo una taza de té. — Es que no tengo hambre. — le explicó ella. — Nunca la tienes, Magdalena. Estás demasiado delgada, eso no es bueno para tu salud. —Estoy bien, Valentín. No te preocupes. —Es que,si sigues así, será difícil que te embaraces. Debes estar bien alimentada para que suceda. — Argumentó él— Sabes que quiero un heredero, mujer. ¿Cómo vas a dármelo en estas condiciones? Ella prefirió permanecer en silencio, mientras miraba los maceteros enormes, poblados de adorables crisantemos, tulipanes y fresias. Su esposo dejó el periódico a un lado y sorbió un poco del café de su taza. Seguidamente continuó con su veredicto. — Si esto no cambia, deberás ir a un médico para que te revise. Tal vez encuentre la forma de que concibas un bebé de una buena vez. — Por supuesto, como quieras. — dijo ella inexpresiva. — Pero para eso tendrías que venir conmigo. Los doctores requieren de ambos componentes de una pareja, con el fin de saber cuál es el problema. Entonces, a pesar de que ella usó un tono de voz neutral expresando sólo una idea lógica, la mirada de Valentín se ensombreció. Súbitamente en su rostro se dibujó una expresión hosca y golpeó con el puño derecho la mesa, haciendo que todo lo que estuviera sobre esta se tambalease por un momento. — ¿Estás diciendo que yo soy el que no sirve? ¡Cómo te atreves! — farfulló con furia — ¿Acaso crees que no soy lo suficientemente hombre como para embarazarte? — ¡Yo no dije eso! — repuso ella en un tono suplicante— Si quieres consultar a un especialista, podría ser necesario… — Pues, no conmigo. La que tiene el problema eres tú, mujer. ¡Siempre tan debilucha y tonta! Lo único que haces es vegetar como una inútil, tanto que ni siquiera te cuidas. Te doy todo, vives como una reina. Pero no eres capaz de darme lo único que realmente quiero de ti, ¡un hijo! Una corriente eléctrica paralizante recorrió el cuerpo de Magdalena, sumiéndola en una profunda zozobra. Al dejar la taza de té sobre el plato sintió que su mano tambaleaba como si estuviese hecha de gelatina. Al mismo tiempo un nudo se apoderó de su garganta, por lo que adivinó que le sería muy difícil hablar. Sin embargo, trató de hacerlo con la mayor entereza posible. —Perdóname, Valentín. No fue mi intención. — dijo con un hilo en la voz. — ¡Entonces, no vuelvas a decir algo así! No me gusta cuando pierdo la paciencia, así que no te conviene hacerme enojar otra vez. Magdalena no era una rebelde. De hecho, para prevenir esos arranques de su marido, se esforzaba en ser sumisa. De todos modos, Valentín tenía una personalidad errática, difícilmente podría predecirse qué cosa lo haría enojar. — El problema es ese bendito contrato nupcial que firmamos. Si sólo puedo requerir tu presencia hasta dos noches a la semana, no es de extrañar que no haya un embarazo. — comentó de repente. — Yo sólo respeto lo que pactamos, y hasta lo que sé, estabas de acuerdo…— repuso ella. — Bueno, pues eso va a tener que cambiar…— afirmó él con una expresión, más que seria, temible. Tanto que la hizo sentir pequeña, como si fuese la cosa más insignificante del universo. Sus palabras materializaron uno de los temores más oscuros que se cernían sobre su existencia. Si su esposo decidía desobedecer las cláusulas del acuerdo vigente sobre su matrimonio, estaría quebrantando la ley. Pero, sin importar cómo, si lo quería, se saldría con la suya. Era lo que hacía siempre en todo aspecto de la vida. Difícilmente podría detenerlo. En ese momento la asaltó la sensación de que estaba encerrada, atrapada, inmovilizada de alguna forma. El sentimiento era tan agobiante que deseó que existiera un botón de autodestrucción, algo que le permitiera huir de todo eso definitivamente. Y desde hacía cierto tiempo descubrió que tal vez existía, y que en realidad lo podría presionar cuando quisiera. Entonces, una tercera persona apareció en la escena. Se trataba de Isabel, su madre, una peculiar residente de esa mansión. Acababa de levantarse y siempre se les unía en el desayuno si se despertaba a tiempo. Últimamente se presentaba ataviada con un conjunto deportivo, ya que después se iba a un gimnasio para mantenerse en forma. Incluso llevaba un pequeño bolso con todo lo que necesitaría para la incursión. — ¡Buenos días, hijos queridos! — saludó sonriente y excesivamente cantarina. — ¡Qué maravillosa mañana tenemos hoy! Es un día perfecto para desayunar aquí. — dijo después. Valentín cambió su expresión oscura por una alegre y afable. Lo hacía siempre que su suegra aparecía en circunstancias como esa. Era un maestro en simular buena voluntad cuando se le antojaba. — ¡Buenos días, Isabel! ¿Has descansado bien? — la saludó. — De mil maravillas, Valentín. Como siempre. — repuso la mujer mientras le besaba la mejilla. Después se aproximó a su hija para hacer lo mismo. — ¿Cómo estás mi querida niña? ¿Pudiste conciliar el sueño finalmente? Magdalena apartó la cara, sin permitirle que la tocara. Tampoco le respondió, solo bajó la mirada presa de una sensación sombría que amenazaba con destruirla. — No me siento bien, — dijo— ¿puedo retirarme? — preguntó mirando a Valentín. Si hubiesen estado solos posiblemente no se lo hubiera permitido. Pero en este caso prefirió mostrar un rostro magnánimo, por lo que asintió con la cabeza. Por lo tanto, sólo dio media vuelta y se alejó tan rápido como pudo hacia su habitación. La recién llegada, que no era tonta, notó la tensión en el ambiente. Esgrimió una sonrisa incómoda y trató de alivianar la situación. — ¿Conque otra vez está de malas? — preguntó. — Estoy preocupado, Isabel. Quiero hacerla feliz, pero no me lo permite. Está completamente cerrada en sí misma. Temo que termine haciéndose daño. — ¿Por qué haría eso? — Repuso la mujer sonriendo de forma artificial— Tiene una vida soñada contigo, más de una mujer daría un ojo para estar en su lugar. Sólo tienes que darle tiempo para que madure. Estoy segura de que recapacitará. — Llevamos cinco años de casados. ¿Cuánto más tendré que esperar a que cambie de actitud? Reconozco que las circunstancias en las que nos conocimos fueron especiales, pero esperaba que con el tiempo valorara lo que puedo darle y que estaría a gusto. Su suegra volvió a sonreír, y empleó un tono maternal que usaba con frecuencia con su yerno. — Pero, hijo… No te preocupes tanto. — Dijo— Piensa que es joven e inmadura, no sabe lo que quiere. Es natural que no concuerde contigo, que eres un hombre hecho y derecho. Pero si tienes paciencia, sé que obtendrás buenos frutos. Sólo dale tiempo…— agregó, por lo que sonrió una vez más. — ¿Eso crees? — ¡Claro! — exclamó la mujer de forma confiada. — Te diré algo, iré a hablar con ella en este momento. Descuida, estoy segura de que me escuchará. Se retiró sin demasiada prisa, con toda la intención de lucir despreocupada. Pero cuando abandonó el campo visual de Valentín, redobló su paso hacia el piso superior de la residencia. En menos de un minuto llegó a la puerta de la habitación de su hija y golpeó un par de veces con firmeza. — ¡Hija! ¿Estás allí? ¿Puedo pasar? Magdalena estaba sentada en un sillón redondo y enorme frente a la ventana que daba al jardín. Se había acurrucado con las rodillas contra su pecho y sus brazos alrededor de estas. Cuando escuchó la voz de su madre se sintió muy molesta. — ¡Vete mamá! ¡Quiero estar sola! — le gritó. Lejos de respetar sus palabras Isabel abrió la puerta e ingresó en el enorme cuarto. — ¿Puedo pasar, entonces? Cuando cruzó la puerta su hija enfureció. Se puso de pie de un salto para increparla. — ¡Te dije que te fueras! — ¿Vas a echar así a tu madre, que sólo quiere lo mejor para ti? — ¡Lo mejor para ti, querrás decir! — ¡Por Dios! ¿Realmente piensas eso de mí? ¡La razón por la que estoy aquí es para ayudarte! — ¡Si, claro! ¡Me conmueve tu generosidad! — Si me escucharas, te evitarías estos problemas. Ese hombre sería mucho más fácil de manejar si tan sólo le dieras un poco de miel. Magdalena se tapó los oídos con las palmas de sus manos. Detestaba cuando su madre se las daba de sabia y entendida. — ¡No empieces otra vez con lo mismo! ¡Detesto cada segundo en el que me toca! ¿Cómo pretendes que le dé más de lo que ya le doy? — Porque te conviene, amor. Un hombre se controla perfectamente en la cama. Además, cuando le des un hijo todo será diferente. ¡Verás cómo se convierte en un corderito! — ¡Estás loca! Ese tipo nació como un tiburón y morirá de esa forma. — Es que lo frustra tener que cumplir con ese estúpido contrato. ¡Rómpelo de una buena vez! ¡Hazle cosas lujuriosas, hasta que se le dibuje una sonrisa en el rostro! — ¡Eso jamás! ¡Primero muerta! — ¡No seas necia, Magdalena! Eres una privilegiada. Hace cinco años vivíamos en el Torrencial, el barrio más miserable de esta ciudad. Y ahora estamos aquí en Villa Margarita, en una mansión de ensueño. ¿Acaso quieres perderte toda esta vida maravillosa? —¡Si por mí fuera viviría en un basurero, antes que pasar otro día aquí! —¡Eres una chiquilla malcriada! — la increpó su madre— ¡Luché tanto para mantenerte a ti y a tus hermanos! ¡No tienes ni la más pálida idea de lo que cuesta ganarse la vida! ¿Y ahora dices que lo dejarías todo? ¡No sobrevivirías por tu cuenta de ninguna forma! Soportar a Valentín era un acto necesario de auto preservación. Pero no tenía que hacer lo mismo con su madre. Desde hacía tiempo sabía que no podía contar con ella, por lo que no permitiría que hiciera su vida más difícil. Por eso la tomó de un brazo y la arrastró hacia la puerta. — Cuando alguien te dice que no puedes pasar a una habitación, ¡Es porque no puedes entrar! ¡No me hagas repetírtelo otra vez! — le gritó. Después trabó la entrada a su dormitorio para asegurarse de que no pudiera volver a molestarla. Sin embargo, la mujer no iba a dejar que tuviera la última palabra. — ¡Si tienes dos dedos de frente, harás lo que te digo! ¡No seas estúpida! — gritó antes de retirarse. Se tapó los oídos una vez más, tratando de evitar que le llegara algún comentario adicional de Isabel. Afortunadamente no escuchó nada más, evidentemente se había ido. Después pausó su existencia, quedándose en el cuarto. Al menos por ese día no lidiaría con su “esposo”, ni con su progenitora. Permaneció casi todo el tiempo, sentada frente a la ventana. Sólo se colocó unos auriculares conectados a su móvil y permaneció mayormente inerte, escuchando música a todo volumen. Así fue como logró aturdirse, adormecerse lo suficiente de manera de que no pudiera pensar. Tenía miedo de lo que sería capaz de hacer si se pusiese a reflexionar sobre sus circunstancias. Sólo se levantó de su asiento eventualmente para ir al baño, y para dormir durante un rato, cuando conectó su móvil a un cargador. Al atardecer sintió algo de hambre por lo que bajó a la cocina para comer una manzana. Después caminó un rato para estirar las piernas, por el enorme e impresionante jardín. Era en realidad el único lugar de la mansión que realmente le gustaba, en dónde sentía que podía recargar su energía mental. Pero después regresó a su cuarto para volver a atontarse con música frente a la ventana. Pasaron muchas horas, no supo exactamente cuántas. Llegado el momento se dio cuenta de que la luz del día se desvaneció, con la llegada de la noche. Casi como una autómata encendió la luz artificial de su dormitorio y se tiró a dormir otro rato en su cama. Súbitamente golpearon a la puerta. — Señora, soy Gina. ¿Puedo pasar? Se puso de pie y se asomó en la entrada. La joven empleada notó que tenía una expresión embotada y débil, lo que la preocupó. — ¿Se encuentra bien? — le preguntó. —Sí, lo estoy. — Le dijo— Sólo dormía un poco. ¿Qué hora es? — Van a ser las diez, — repuso la empleada— ya estoy por irme a dormir. Pero el señor me envió a decirle que la espera en su habitación esta noche. No era una sorpresa, dado que ya la había mandado a llamar dos días atrás. Era cuestión de tiempo para que requiriera su presencia una vez más. — De acuerdo, gracias por avisarme. Que descanses, Gina. La joven la miró una vez más con consternación. — Señora, no la vi comer en todo el día. ¿Quiere que le traiga algo de la cocina? No me cuesta nada hacerlo. — No tengo hambre, gracias. Solo ve a dormir. — Está bien señora, hasta mañana. — dijo, antes de retirarse. Entonces, Magdalena cerró la puerta y se preparó para superar el mal trago que tenía por delante. Cada vez que debía hacer eso entraba en una especie de modo de cortesana, que le ayudaba a hacer lo que debía. Consistía en respirar profundamente y decidir que todo su ser estaría oculto en el fondo de su mente, protegido de lo que debía hacer. En ese instante escondería sus verdaderos sentimientos, para poder sonreír y ser complaciente. Se vistió con un camisón blanco y salió de su habitación para dirigirse a la de Valentín, que estaba sólo a unos metros de la suya. Una vez allí golpeó la puerta. Su esposo la abrió casi de inmediato, y la cerró detrás de ella una vez que la traspasó. Unas horas después, cuando la residencia nuevamente estaba sumida en el silencio absoluto, Magdalena abandonó ese dormitorio sigilosamente. Giró el picaporte con lentitud y caminó muy despacio, con toda la intención de no interrumpir la paz reinante. Después regresó a su cuarto. Lo primero que hizo fue ir al baño para encargarse de un asunto urgente, que era deshacerse de la simiente de su cónyuge. Para eso retiraba del interior de su cuerpo, una bolsita de látex que encapsulaba los fluidos que emana el cuerpo del varón. Comprobó que estaba intacta, por lo que no tendría que temer que se produjese una concepción que no deseaba. Era algo a lo que debía dar las gracias. No importaba lo que Valentín quisiera, no tendría un hijo suyo de ninguna forma. Después se sentó frente al espejo para observar otra vez su rostro pálido y sumido en la desesperanza. Rememoró lo ocurrido en ese encuentro. Generalmente sucedía lo mismo, lo que podía esperar. Valentín le dio una caja elegante que contenía lencería que deseaba que luciera para él. Ingresó en el vestidor de ese dormitorio, que era similar al suyo y allí se vistió. Pero eso no fue todo. Confiado en que era un amante audaz y divertido, esta vez puso música sensual y le dijo que bailara para él, lo que le dio al momento un nivel extra de incomodidad. Ella no sabía cómo hacerlo, ni quería hacerlo, por lo que fue un acto confuso en el que se sintió torpe y vulnerable. Él no pareció demasiado complacido con su “show” pero no dijo nada. Tan solo se puso de pie, se quitó la ropa y se irguió frente a ella en toda su inmensidad, lo que la hizo sentir nuevamente pequeña, como presa de un depredador del que no podía escapar. Controló sus sentimientos y esgrimió una sonrisa insinuante, antes de que comenzara a besarla vorazmente. Lo que siguió fueron sus manos manoseándola. Porque Valentín no acariciaba, manoseaba. Hurgaba en su cuerpo en forma torpe y descuidada. Le quitó las prendas nuevas de encaje y la tendió sobre la cama. Después se abalanzó sobre su cuerpo para complacerse, sin preocuparse por lo que ella sentía durante esos momentos. Magdalena no hacía mucho cuando eso pasaba. Sólo se aseguraba de guiar el sexo de su marido, en el momento en el que irrumpía en su cuerpo, con la finalidad de que lo hiciera dentro de esa bolsita ubicada en su interior. Más de una vez se preguntó por qué nunca notó que portaba ese dispositivo. Pero si tenía en cuenta su accionar rapaz y egoísta en la intimidad, era bastante lógico que no se diera cuenta de ese detalle. Como siempre sucedía, lo tuvo sobre ella un rato, bamboleándose y gimiendo de manera torpe. En esos instantes, ella miraba el techo sin prestar atención de verdad. En realidad, en ese instante su mente volaba a otro universo, algo indispensable para la supervivencia de su cordura. Acto seguido, habiendo saciado sus ganas se retiraba de su interior, daba media vuelta y se quedaba dormido. Minutos después, cuando comenzaba a roncar como un belcebú, sabía que era el momento en el que podía levantarse y regresar a su cuarto. Esa era la vida s****l a la que estaba condenada. Debía soportar que ese hombre que le provocaba un profundo rechazo y que sin importar lo que hiciera siempre le inspiraría la misma repulsión, tuviera acceso a su cuerpo como si fuese un juguete. Lo que empeoraba las cosas fue la velada amenaza que le hizo por la mañana. Si a partir de ese momento la llamaba más de una vez, además de tener que sufrir encuentros íntimos inaguantables, corría el peligro de que finalmente la embarazara. Pensar en esa posibilidad era algo que le resultaba insoportable. Hasta ahora había respetado el contrato. Pero no podría hacer mucho si lo incumplía. Oponerse a sus caprichos, era imposible. Supo que una vez más no podría dormir, así que decidió tomar las pastillas que le habían recetado. Fue al baño, sacó el frasco del botiquín y llenó con agua el vaso de vidrio que estaba en su interior. Tomó una pastilla y entonces lo comprendió. ¿Por qué no tomar más? Si deseaba tanto dormir, tal vez podría hacerlo para siempre. Así que ingirió una tras otra, llenando varios vasos de agua, hasta que el frasco quedó vacío. Después se metió en la cama y se tapó con la sábana. Pronto percibió una pesadez creciente y una extraña paz la invadió. Sintió mágicamente que las angustias se alejaban. Y finalmente sucedió, se quedó dormida. Por la mañana, Gina ingresó llevando la bandeja con el desayuno. Abrió la cortina y dejó que ingresara nuevamente la luz del sol. —Señora, es hora de levantarse. Le traje su té y un par de tostadas, por si acaso tiene hambre. — dijo. Pero no recibió ninguna respuesta. — ¿Me escucha, señora? — le preguntó. Entonces comprendió que la situación era anormal. Magdalena estaba inmóvil y no le respondía de ninguna forma. — ¡Señora! — dijo con voz alta — ¿Me escucha, señora? — repitió. La tomó de la mano y la sintió fría. Cacheteó con firmeza sus facciones, pero permaneció igual de inmóvil. Una sensación de terror invadió a la muchacha, quien se asomó de inmediato por la puerta del dormitorio y comenzó a gritar. — ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! — Exclamó alarmada. Fue Isabel quien acudió de inmediato a su llamado. — ¡Gina! — exclamó. — ¿Por qué gritas así? ¿Qué sucede? La muchacha tenía una expresión muy angustiada. — ¡Algo pasa con la señora Magdalena! ¡No despierta!

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