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An scáthán ( El espejo)

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" Cientos de vidas y cientos de muertes, pero nunca es el final...", le había dicho su abuela antes de partir, pero jamás pensó que esas palabras cobrarían vida después de su muerte. Nunca creyó que la rígida línea del tiempo se pudiese quebrantar y siempre pensó que el pasado era un manto nebuloso, imposible de traspasar. Pensaba que el pasado solo se mantenía aferrado al presente a través de los recuerdos y que el futuro no era más que una proyección ambigua de su ansiosa mente... Pero si alguien le hubiese dicho que el destino le aguardaba detrás del viejo espejo, no hubiese dudado ni un solo según en clavar los ojos en la imagen que proyectaba su reflejo.

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Prólogo
Sobresaltada, despertó en el medio de la noche. El sudor le escurría por la frente y le apegaba la ropa a la espalda, aunque sentía una extraña sensación de frío. Con evidente torpeza se incorporó sobre los codos y miró alrededor: la oscuridad, semejante a un manto nebuloso, lo cubría todo. Reinaba el silencio, roto por el molesto sonido del reloj. Inhaló profundo, y percibió en el aire un aroma conocido. Era el olor de ella; el inigualable perfume de su abuela. La nostalgia la abofeteó. Sintió el alfilerazo de las lágrimas en los párpados, pero soltó un suspiro y contuvo el llanto. Con un nudo en la garganta se incorporó de la cama. El aire frío le recorrió la espalda como una garra y sintió cómo la piel se le erizaba. Sin prestarle atención a la molesta sensación que le invadía el cuerpo, se desplazó hacia el pequeño corredor en busca del interruptor. A tientas palpó los muros hasta que sintió bajo las palmas la helada textura del pulsador. Lo apretó un par de veces luchando por encenderlo, pero no lo logró. Soltó un bufido de fastidio, se arrebujó en la manta que le cubría la espalda y echó un vistazo alrededor. De improviso le llegó a los oídos un murmullo. Era un leve bufido, el eco lejano de un gruñido. Entrecerró los ojos aguzando la visión y esperó a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Entonces, en la negrura impenetrable que le rodeaba, distinguió un par de ojos amarillos. Al reconocer esos ojos de dragón, respiró profundo y se calmó. Era Sigfrido, el gato n***o de la abuela; casi lo único que le quedaba de ella. Un poco más tranquila, caminó al encuentro del felino. Bajo la luz desvaída de la luna, las pupilas de Sigfrido eran unas pequeñas esferas negras que palpitaban en la intensa lava del iris. El resto de su cuerpo no era más que una sombra afelpada que se movía de un lado a otro por la casa. Sin más, cogió a Sigfrido y lo acunó entre sus brazos. En ese momento sintió la presencia de alguien más. El corazón le galopó bajo la camisa. Rápidamente se volteó. No había nadie cerca. Estaba sola y rodeada de tinieblas. Nuevamente percibió el aroma de su abuela en el aire frío del salón. Lanzó una mirada de soslayo hacia la ventana y apretó a Sigfrido contra su pecho. Entonces una brisa tibia ingresó por las cortinas y jugueteó con su pelo. Fue como una caricia, una tierna expresión de amor. A lo lejos, ladraron los perros y Sigfrido soltó un maullido. Cerró los ojos. Sintió al miedo como un vaho asfixiante que le cortaba la respiración. Tembló y el cuerpo se le estremeció por un súbito escalofrío. Poco a poco, volvió a abrir los ojos. Todavía estaba oscuro y las ventanas seguían abiertas. Inhaló profundo y se le vino a la mente el recuerdo de su abuela. ¿ Y si era ella? Desechó por completo la idea. Era ridículo: la abuela había muerto hace ya muchos días. «Los muertos no regresan de la tumba»—se dijo, en un estado de alerta que le mantenía sumamente despierta. Entonces sus sentidos, aguzados por el miedo, le advirtieron: ¿ y si era cierto todo lo que se decía de ella?, ¿si realmente practicaba las ciencias ocultas y era una bruja? La gente que le conocía afirmaba que tenía una conexión con lo supraterrenal, un vínculo con espíritus, un don casi divino. ¿Era posible que la abuela rompiera la barrera del espacio y del tiempo solo para volver a verla? Cerró los ojos. Le temía tanto a los espíritus que, con el solo hecho de imaginarse en frente de uno, se le empaparon las manos de sudor. Aun así, algo en su interior se sobresaltó: ¿y si la abuela necesitaba decirle algo?, ¿le negaría esa posibilidad solo por temor? Poco a poco, gobernó el pavor que le sometía. Entonces abrió los ojos del todo y alzó la vista hacia el umbral. Lo primero que vislumbró fue un destello de luz blanquecina; una luminiscencia diáfana que semejaba una silueta femenina. Por instinto retrocedió, y el gato saltó de sus brazos. El sudor le humedeció la frente alba, la espalda erizada, las manos crispadas. El corazón le dio un vuelco y, por algunos segundos, un soplo de pavor le suspendió el aliento. Nuevamente la brisa tibia le acarició las mejillas y le removió el pelo. Sintió la presencia de su abuela en la brisa y aquello la reconfortó. Acudieron a sus ojos las lágrimas y lloró de emoción. Con dedos temblorosos, apretó el viejo medallón que colgaba de su cuello y susurró: — ¿Abuela? Nadie le contestó. Abrumada por el pavor, apegó la espalda contra el muro y allí se quedó. De pronto, la voz de su abuela le llegó a los oídos como una lejana melodía: «¿Eres feliz, Morgana?». La pregunta sonó clara, nítida, como si su abuela hubiese estado allí, frente a ella. Antes de que pudiese recordar la respuesta que dio, Sigfrido soltó un maullido. Con el rabillo del ojo, notó que la luminosa silueta se desplazaba hacia un extremo del salón. El perfume a lavanda de la abuela llegó hasta ella como una bocanada fresca. Morgana sacudió la cabeza y tragó saliva. El miedo fue sustituido por una cálida sensación de amor. Quizás, era cierto que la abuela tenía una conexión con lo supraterrenal y ahora volvía a ella desde el más allá. Con ese pensamiento, se irguió decidida y caminó despacio hacia el salón. Un poco más allá, coronada por una luz blanquecina, la silueta permanecía inmóvil en una esquina. No se divisaba el cuerpo, tampoco los rasgos del rostro. Era una figura etérea, borrosa, traslúcida. Parecía que miraba fijamente el espejo: una reliquia enmarcada en madera y estaño repujado, de siglos pasados. En la oscuridad absoluta, el espejo fulguraba con intensidad. El marco, finamente labrado, semejaba una joya y del cristal emanaba una cálida luz natural. Antes de que Morgana pudiese murmurar alguna palabra, la figura fantasmal se volteó. Al notar que el fantasma de su abuela buscaba tomar contacto visual con ella, Morgana sintió que se ahogaba. Presa del pavor le rehuyó la vista, inhaló profundo y balbuceó: — No me asustes, por favor. La voz, apagada por el miedo, sonó quebradiza. Aun con el eco de sus propios susurros inundándole los oídos, escuchó que su abuela murmuraba su nombre una y otra vez: —Morgana, Morgana. Ven a mí, mo chailín beag. Un escalofrió, como una fría garra, le recorrió la espalda. El miedo la inundó y sus manos comenzaron a sacudirse por un invasivo temblor. Ensordecida por el batir de la sangre en los oídos, escuchó a los lejos el maullido de Sigfrido. Se hizo un ovillo de carne y se apegó a un muro. Cuando logró gobernar esa invasiva sensación de temor, inhaló profundo y miró alrededor. Parada bajo el umbral, la figura etérea extendió una mano hacia el interior del salón y señaló el espejo. Morgana le miró. En ese momento, sus miradas se cruzaron por un leve segundo. Entonces la muchacha sintió el alfilerazo de las lágrimas en los párpados y no pudo contener el llanto. Lloró por todo lo que había perdido y siguió llorando hasta que ya no pudo llorar más. Un poco más calmada, se irguió como pudo y caminó hacia la aparición. Cada paso que dio lo sintió en el corazón, como si sus piernas fuesen la extensión de ese músculo rojizo que le galopaba bajo la camisa. El aire, saturado del olor de su abuela, le acarició los hombros, la espalda, la cara. Los oídos se le repletaron de recuerdos del pasado y volvió a ser una niña. Tembló y sintió que las piernas se le volvían de espuma. Aun así, avanzó lentamente por el estrecho corredor. Cuando logró llegar al umbral, se plantó frente a su abuela y se mantuvo quieta. Respiraba pausadamente, pero en el fondo de sus ojos latía el temor. La aparición se acercó lo suficiente para que Morgana pudiese percibir la ausencia de la materia. La muchacha tragó saliva y miró el rostro vaporoso. La figura pareció sonreír. Morgana se abrazó el cuerpo y soltó un débil sollozo. A lo lejos se escuchó un bocinazo, seguido por los ladridos de los perros, los maullidos de Sigfrido. Morgana, apabullada, tembló. Entonces, volvió a escuchar esa voz: — Mira el espejo y ve más allá de lo que tus ojos te muestran. En ese momento los recuerdos le asaltaron de improviso, y cada palabra que escuchó le llevó hacia una regresión: se vio de pequeña, al lado de su abuela, con una sonrisa iluminándole el rostro y el corazón henchido de emoción. Entonces aquella voz, que ahora le susurraba, tomó forma y volvió a la vida: «El espejo es la ventana hacia otros mundos, la entrada al pasado y el inicio de otra vida». Pestañeó y, como si una fuerza invisible la empujara, dio un paso hacia el cristal. Parada frente al espejo, lo contempló con atención. Reconoció los relieves labrados a mano, los símbolos dibujados sobre el estaño. El viejo marco de roble había mantenido su lustre y la lámina plateada, que le mostraba su reflejo, seguía fulgurando como un bruñido medallón. El rictus que le deformaba el gesto se acrecentó: estaba contemplando el objeto que, desde siempre, le había infundido temor. Instintivamente, retrocedió. De soslayo miró hacia un costado y, al descubrir que la presencia seguía a su lado, sonrió. Entonces apartó los temores de su mente y nuevamente avanzó. Cubierta por una manta destartalada y descalza, se aproximó al espejo y colocó una mano sobre la lámina. Enseguida, movió los dedos de arriba abajo como si quisiera inmortalizar el contacto. Luego, dejó la mano quieta en el centro del espejo y suspiró. La voz de su abuela volvió a sacudirla de pies a cabeza: —Ve más allá de lo que tus ojos te muestran, Morgana. Con determinación, la mujer centró la vista en el espejo y se concentró. Al principio solo logró divisar su propio reflejo, pero luego todo cambió: divisó una vasta meseta verde, repleta de árboles y flores frescas. El olor a lluvia le llegó al olfato, y se le erizaron los vellos de los brazos. Una punzada de gozo le obligó a sonreír y sintió cómo su pecho se ensanchaba. Entonces la visión se le estrechó y lo único que contempló fueron los símbolos que sobresalían en relieve del viejo estaño. Por unos minutos sintió que flotaba entre dos mundos opuestos y que una extraña fuerza la empujaba hacia el cristal. Sin meditarlo, se dejó llevar por la extraña sensación de ser absorbida por el espejo y, en una exhalación, todo desapareció alrededor. Luego, sintió que los oídos se le taponaban, que las piernas ya no le daban y que su cuerpo se desdibujaba. Después ya no logró recordar nada. ººº El ladrido de un perro la despertó. Abrió los ojos de golpe y sintió que el frío le calaba los huesos. Afuera, la lluvia caía en ramalazos sobre las casas y el viento gruñía como un animal hambriento. «Que extraño—pensó—. Una tormenta en pleno verano». Se incorporó sobre los codos y miró alrededor: todo estaba en silencio y la oscuridad era casi absoluta. Recordó la extraña pesadilla que le había torturado hace unos momentos y sintió los labios resecos. Soltó un bostezo y se levantó hasta quedar sentada sobre el lecho. De improviso el ronroneo de un gato le repletó los oídos. A ciegas, extendió los brazos hacia adelante buscando a Sigfrido. Cuando palpó el cuerpo esponjoso, lo tomó con cuidado y lo atrajo hacia sí. Entonces alargó una mano hacia el costado buscando contacto con el interruptor. Por más que tanteó por un lado y por el otro, no lo encontró. Frunció el ceño. Quizás, aún dormitaba y el sueño la tenía media atontada. Dejó al gato sobre la cama y se frotó la cara. En ese momento percibió un intenso olor a madera quemada. «¡Algo se quema!»—pensó, y se levantó sobresaltada de la cama. Espoleada por una indeseable promesa de incendio, se echó a correr hacia la puerta. Sin prestarle atención al chirrido oxidado de las bisagras, logró llegar hasta un amplio corredor. Unos pasos más allá, divisó los rescoldos crepitantes de una hoguera. Impactada por el descubrimiento, detuvo el paso y abrió los ojos con expresión de horror. Su bruñida mirada recorrió todo y regresó sobre los muros del salón. Le sobresaltó ver que los blancos muros de cemento habían mutado en toscos bloques de piedra. Retrocedió un paso y soltó una ahogada exclamación. Pestañeó una y otra vez, pensando que sus ojos le engañaban. Luego cerró los ojos y sacudió la cabeza a los costados mientras se frotaba la cara. Después de unos segundos abrió los ojos nuevamente. Miró hacia arriba y descubrió que las gruesas vigas de roble se habían transformado en un montón de madera vieja y restos de paja. Aplacado por el rugido bestial de la tormenta, escuchó el crepitar de la leña retorciéndose en la hoguera. Palideció y un soplo de pavor le cortó la respiración. — ¡¿Dónde estoy?! — gritó. El eco de su voz resonó en el silencio de la habitación. Aun por sobre su grito, escuchó el murmullo de unas voces, el eco de unos pasos. De pronto un frío sudor la empapó. Entonces las rodillas le temblaron, las piernas le cedieron y se desplomó. ººº

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