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Profesor Roberts

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Blurb

Un acuerdo sexu'al entre un profesor y su alumna, quizás sea la peor decisión que Leilah Ferguson podría tomar.

Pero… dejándose llevar por la increíble pasión que despierta en ella su profesor de anatomía, caerá no sólo en un abismo de placer y noches de lujuria, sino en el avasallante sentimiento del amor.

Un acuerdo prohibido…

Muchas camas de hotel…

Un sentimiento que jamás debió nacer…

¿Final feliz?

Ya veremos.

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Primer día
A los siete años odiaba a los hombres. Sobre todo al idiota de Zack Donovan, quien comenzó a molestarme, llamándome «pequeño Ferguson» no sólo porque mi apellido fuese también un nombre de chico, sino por el hecho de que mi mamá había decidido cortarme el pelo extremadamente corto como un varón. Está de más añadir que fui nombrada de esa manera, continuando la humillación todos mis años de primaria. En verdad odié desde el principio ése maldito apodo. Cuando tenía once, mi aversión hacia los hombres mejoró considerablemente gracias a los príncipes encantados de los cuentos. Mi favorito era Felipe, siempre soñaba que era la bella durmiente, que me despertaba con un beso y vivíamos felices por siempre. A los catorce, cambié a los príncipes ficticios por el cantante de moda, de quien tenía un enorme póster y besaba todas las noches antes de dormir. A los quince años con seis meses, ocho horas y treinta y ocho minutos, conocí y me enamoré del que nombré oficialmente como el que sería el amor de mi vida: Alan Beresford. Él y su familia llegaron de Filadelfia, cuando su padre fue trasladado de su trabajo hacia nuestra ciudad de San Francisco, California. Todo mi mundo giró en torno a su atractivo rostro, su cabello n***o y sus ojos verdes que tenían unas pestañas tan largas que francamente me daban envidia. Todo mi cuaderno comenzó a llenarse de nuestros nombres enlazados con un enorme corazón, suspirando de añoranza ante la idea de un felices para siempre con él, mi príncipe azul de carne y huesos. El hecho de que se convirtiera en el mejor amigo de mi hermano mayor, sólo auspició para que frecuentáramos bastante y que yo me convirtiera en toda una espía profesional, mirándolo embelesada desde mi ventana cuando iba a mi casa o cuando estaba acompañado con mi hermano Neil. Fueron años de altibajos difíciles donde admito que lloré muchísimo y me sentí una completa inútil cada vez que intentaba llamar su atención, pero éste; quien cargaba con su arrogante petulancia, anduvo de chica en chica el resto del instituto. No quisiera admitirlo, pero Alan era todo un bombón. Podría tener a cualquier mujer que quisiese, por lo que obviamente no iba a fijarse en mi; demasiado delgada para mi gusto, sin pizca de gracia y con una horrorosa nariz, demasiado regordeta en los costados. Mi autoestima resintió bastante al hecho que nunca me vio más que como una niñata babosa loca por sus huesos, hecho del que pronto se dio cuenta y no hacía más que avergonzarme, sobre todo al no estar ni cerca de ser correspondida. Y ésa es toda mi vida amorosa con él, si es que así se le puede llamar. Y como mi mundo giraba en torno a su persona, me negué a salir con otros chicos, quedando relegada a ser “la hermanita de Neil”. A los dieciocho años entré a la universidad y nuestros caminos se separaron, por lo que me resigné a ser sólo la hermana de su mejor amigo. Aunque para ser honesta, nunca perdí cierta esperanza que revivía cada vez que revisaba f******k y notaba que nunca había tenido una relación formal. O al menos eso decía su situación sentimental en el perfil. Sabía que era una estupidez, pero esa añoranza me hacía sentir en medio de una historia de amor. Mientras eso ocurría, seguí los pasos de mi tía Tessa y decidí estudiar medicina. Por supuesto, dedicándome a disfrutar de mi vida como cualquier universitaria. A los veintidós años, a poco más de un año de recibir mi título como médico general, recibí un curioso mensaje de mi hermano Neil, que no sólo alegró mi mañana de comienzo de semestre, sino que le devolvió la esperanza a mi travesía de llegar finalmente al corazón de Alan. —¿E- en serio no te importa? —mi amiga Marion me pregunta por enésima vez y resoplo al notar el intenso sonrojo que cubre sus mejillas. —Sí, no hay problema —tuerzo los ojos, fastidiada. —Es que son tu hermano y su amigo, a los que no has visto por años y yo... yo... —Estoy segura que a Neil no le importará y Alan tampoco dirá nada —me encojo de hombros, indiferente—. Pero eres mi amiga y de verdad me gustaría que estuvieses allí. Creo que la última vez que hablé con Alan, estaba por culminar sus estudios e irse con su padre a su bufete, en donde comenzaría de inmediato su carrera como abogado. Además, habíamos hablado por Skype junto a mi hermano y nos había dejado colgados luego de apenas diez minutos por atender otros asuntos, cosa que me había dejado desalentada y muy frustrada. Es por ese distanciamiento, que verlo de nuevo hace acelerar mi corazón como sólo él sabe. —Entonces iré, Leilah —sonríe mi amiga y no puedo menos que corresponderle. Sí, ése es mi nombre de pila. Uno por el que prefería que todos me llamaran y no por el horrendo nombre de chico. Se suponía que debía sentarme como toda una señorita decente sobre una silla y no sobre la mesa, sin embargo, la hora de inicio de clase había pasado y dudaba mucho que el profesor se presentara. Además, a pesar de mi corta falda, me había puesto unas largas medias que me protegían no sólo de las lluvias de agosto, sino del inclemente frío que andaba haciendo de las suyas por esa época. El barullo a nuestro alrededor se detiene de pronto, obligándome a dejar de parlotear sobre los engorrosos horarios que tenía que soportar. Alguien había entrado al salón. Me vuelvo hacia la puerta al mismo tiempo que Marion y lo primero que veo es un par de ojos adustos que apenas me devuelven la mirada, antes de volver el rostro al frente. Se saca su pesado abrigo y lo deja sin más sobre el escritorio. La pregunta queda flotando de manera estúpida sobre mi mente, ya que es obvio que estamos delante de nuestro profesor de anatomía. —Bájate de ahí, no estás en un burdel —son sus primeras palabras. Oigo risitas en todo el salón, pero pasan segundos bastantes vergonzosos, hasta darme cuenta de que se dirige a mí. Soy consciente de mi sobresalto y aunque quiero sentirme molesta por su ofensiva comparación, me gana la poderosa vergüenza que me colorea el rostro inmediatamente. Salto sobre mis botas de tacón y me siento al lado de mi amiga Marion, quien parece más asustada que yo. Una vez en mi asiento, puedo analizarlo con más detenimiento, como seguramente hacen todas las chicas del aula y es porque el profesor es... guapo. Guapísimo. Es alto, tanto que sin tacones a su lado de seguro me veo igual que una duende. Su cabello castaño está peinado perfectamente y sus facciones son perfectas, delineadas y cuadradas. Sus ojos oscuros y penetrantes es lo que más resalta en su rostro, con un gesto estoico que no le combina en lo absoluto. Su camisa azul apenas disimula el cuerpo cuadrado de espalda ancha, cuyo espesor va disminuyendo por el cinturón, sujeto a sus elegantes pantalones negros. Cuando alza el rostro, se coloca unos lentes de pasta gruesa que sólo sirve para realzar su s*x-appeal y nos mira con una increíble expresión de fastidio para alguien en su primer día de clases. —No me gusta repetir, así que presten atención... —comienza a hablar. Me pierdo por un momento, mientras expone sus criterios de evaluación y continúa con la primera lección del temario. Al echarle una ojeada a la carga de materias, me doy cuenta que en la casilla destinada al nombre del profesor de la asignatura, está vacío. Frunzo el ceño, pero deshago el gesto de inmediato: me está mirando. Entro en pánico al pensar que quizá me hizo una pregunta que no escuché, pero no, él simplemente sigue con su exposición. Suelto el aire lentamente, sintiéndome sonrojada. Mientras la clase se desarrolla, me doy cuenta que se desenvuelve con facilidad, moviendo sus muñecas sutilmente ante un punto que le parece importante. Sus manos son grandes y de aspecto suave, como las de cualquier médico. Me da curiosidad al menos saber su nombre. Ni siquiera se había presentado, pero estoy segura que pronto lo averiguarán. ¿Y quién no? El tipo está como para incendiar el lugar. Me remuevo inquieta en el lugar, sintiéndome curiosamente molesta. Podía ser todo lo que guapo que quisiera, pero me llamó prostituta. Siento mi enojo acrecentarse y con el paso de los minutos, aprieto los puños cada vez más para tratar de drenar mi molestia. Experimento algo que leí en Internet, de mantener la mirada fija sobre algo para que explote de manera espontánea, pero resoplo al notar lo tonto e infantil que suena eso. Una o dos veces creo notar que me mira de soslayo, pero de resto me ignora. Eso me hace enfadar más. ¡Es que me insultó! Cuando Marion al fin deja de tomar nota, como una buena chica aplicada (algo que yo debía hacer también), me concentro en arrojar mi carpeta al bolso para ver si así se me baja el mal humor. —Leilah —habla con su vocecita tímida—. ¿Te veo en la noche? —Te mando la dirección —respondo, tonteando con mis cosas para hacer tiempo. Ella se balancea un momento antes de comprender que no la acompañaré afuera y se marcha. Pronto nos quedamos solos en el salón de clases. Me cuelgo el bolso y cruzo el espacio entre los pupitres y el escritorio hasta el profesor, que se acomoda a leer algo. Quién sabe qué cosa porque el libro está forrado en n***o. Me planto enfrente, deseando que mi presencia furiosa sea suficiente para que se avergüence y se disculpe. ¿Qué clase de profesor insulta a una alumna? —¿Necesita algo? —pregunta, con la vista pegada al libro. Quizá fui demasiado impulsiva, porque de pronto no se me ocurre la manera de pedirle que me dé una disculpa, de hecho ahora que está frente a mí, mi enojo flaquea y quiero escapar. —No voy a disculparme, si es lo que quiere —agrega ante mi eterno mutismo, pasando una hoja. Parpadeo un par de veces, sintiendo que me ha atrapado haciendo algo, aunque en realidad no he hecho nada. —Pues... Alza sus ojos adustos hacia mi, acomodando una mejilla sobre el dorso de su mano. Noto que de cerca se ve aún más guapo y joven, al menos mucho más de los ancianitos que andan impartiendo clases por allí. Unos veintitantos o treinta y pocos. —Dos de sus compañeros le miraban el liguero —señala con su fuerte mentón al fondo del salón. Trato de recordar quiénes se sentaron allí pero es inútil. Lo único que logro es sentirme aún más avergonzada. —Yo... —muerdo mis labios, buscando un mejor lugar dónde esconder la cara, cuando me percato de algo mucho más vergonzoso—. ¡No traigo liguero! Me arrepiento en cuanto lo digo, sobre todo cuando él enarca una ceja, mientras echa una ojeada por encima del escritorio, al instante que dejo de jalar mi falda hacia abajo. Las piernas me tiemblan tanto, que siento es capaz de notarlo. —Yo... pues... —boqueo. ¡Contrólate, Ferguson! Arrugo la nariz al sentir que en vez de hablarme a mí misma, en realidad lo hago con un chico. —Supuse que no querría que lo vieran —sigue diciendo como si nada, ésta vez sonriendo de lado. —Es que no... —estrujo el asa del bolso entre mis dedos, sintiéndome cada vez más nerviosa. Creo que está burlándose de mí. —Pero la verdad cambié de parecer... —¿EH? Su gesto se ensancha con una mueca rompe-corazones (aunque creo que esa descripción se queda más bien corta). —¿No querrá una nota fácil, verdad? —¡Claro que no! —ahora sí era momento de salir huyendo de allí. No sólo es porque acaba de insultarme una segunda vez (o perdí la cuenta), sino porque la idea queda revoloteando en mi mente, despertando un calor bochornoso en mi estómago. —En ese caso, procure no cruzar las piernas mientras use “eso” —vuelve a enfocarse en su libro. Por un instante me siento una completa idiota, aunque por fortuna, de inmediato se antepone mi malhumor y toda vergüenza se disipa al comprender que había estado mirando mis piernas en clase. Frunzo los labios y maldigo para mis adentros. —Pervertido —gruño en voz baja, mientras me dirijo hacia la puerta. Lo peor del asunto es que una parte de mí; la vanidosa y superficial, se siente halagada de que un profesor haya echado a volar su imaginación. Aunque la verdad no estoy segura de ello, ya que la única que dejó estremecer su cuerpo delante del guapísimo rostro fui yo. *** —No creo que sea tan corta —musito, mientras doy vueltas en el espejo. Doy varias vueltas en torno a mi posición, mirando el borde de la falda. Luego de levantarla, supongo que el borde oscurecido de las medias en la parte de los muslos, fue aquello que el profesor confundió con el liguero. ¿Quién llevaría eso en su primer día de clases? ¡Leilah Ferguson, por supuesto! Dejo el cuerpo flojo sobre la cama, pensando que seguramente cree que soy una de esas facilonas que pasan las materias estudiando las sábanas del profesor. Gimo. ¿Por qué me pasó eso a mí? Amaba esa falda, de hecho me la regaló mi primo en mi último cumpleaños, pero ahora comienzo a verlo como un macro cinturón a una prenda decente. Estoy planteando seriamente llamar a Marcus para reclamarle el dejarse influenciar por su hermana Gina, para comprarme algo. El celular vibra contra el colchón y lo tomo de inmediato. —¿Crees que mi ropa es indecente? —pregunto de sopetón al responder. —Si la tuya es indecente, la mía seguro pasa como de puta —me responde Hillary de inmediato—. ¿A qué viene la pregunta, taruga? —Nada —respondo. Seguro no me la saco de encima si le cuento al respecto—. Miraba mi vestidor, es todo. ¿Qué pasa? —Tengo que hacerte una pregunta —parece tomar aire profundamente—. ¿Cómo es él? —¿Quién? —¡El nuevo profesor de anatomía! —gruñe—. Ya sabes, Leilah, tomaste clases con él, ¿no? El estómago se me encoge al recordarlo. —Sí. —¿Y qué? —cuestiona ansiosa. —Pues sí es guapo —admito—, pero se le nota que es engreído hasta la médula —refunfuño de mal humor. —¿Y eso qué? ¡Al fin tendremos algo agradable que ver en clase! —se ríe. Tuerzo los ojos, pero no me esperaba otro comentario viniendo de Hillary. Es el tipo de chica que te invita a hacer aeróbicos sólo porque el instructor tiene un trasero de muerte. —¿Al menos te interesa saber si es bueno dando clases? —ironizo sólo para molestarla. —Seguro que lo es —contesta con una risita—. Lisa me dijo que vio su expediente hoy. ¡Figúrate que nuestro nuevo profe es un macho guapo que además es neurocirujano! —Te faltó: “arrogante” y “grosero” —gruño, sin sacarme de la cabeza su expresión burlona—. Y por cierto, Lisa se va a meter en problemas si sigue haciendo eso. —Para eso trabaja en el archivo escolar, para darnos chismes, amiga —exclama, como si fuese lo más obvio del mundo. Me causa gracia—. Pero bueno, dime, ¿qué tan sexy es? —¿Qué no querías que te ayudara con Marcus? —pregunto, intentando cambiar la conversación. No quería acordarme del bochorno ahora mismo. —Eso es un hecho, amiga —habla con tono de obviedad—. Seré tu prima política y lo sabes. Ruedo los ojos. No me imaginaba a alguien tan apático como Marcus de la mano de la atrevida y lanzada de Hillary. Eran seres que se repelían por naturaleza, cosa que ponían siempre en manifiesto por sus constantes peleas. —Aunque con un nombre tan imponente como el suyo, de seguro es más que sexy —dice de pronto mi amiga, sacándome de mis ensoñaciones. —¿Eh? ¿Nombre? —balbuceo, confusa. —¡Oh vamos, vas a decirme que su nombre no te deja un dulce sabor en la boca! —ríe Hillary divertida—. De seguro lo pensaste, ¿a que sí? —Quizá lo hubiese hecho, si el muy egocéntrico se hubiese dignado a presentarse en clase —frunzo el ceño al recordar ése hecho. —El profe es todo un personaje —comenta la rubia de manera pensativa—. ¿Oye, quieres saberlo? —¿Saber qué? —finjo no entender. —¡Pues su nombre! —exclama Hillary, impaciente—. ¿Qué otra cosa si no? —Por Dios, Hill, algún día me voy a enterar —quiero convencerme que no me importa pero no lo logro—. ¿Y... cuál es? —¡No aguantas ni un segundo, Leilah! —ríe la rubia—. Pues fíjate que soy tan buena amiga que te lo diré. Se llama Evan Roberts. —Ah... —alzo ambas cejas—. No, no me dice nada de sexy o imponente. —¡Mientes con todos los dientes! —vuelve a reír la escandalosa rubia. Ruedo los ojos al darme cuenta de su juego. Luego de un par de bromas al respecto, me despido de ella, pensativa por todo lo que me había dicho y recordando el incidente de más temprano con el egocéntrico profesor Roberts. Gimo sintiendo las mejillas coloradas otra vez, mientras recuerdo sus ojos escrutando por encima del escritorio, con una mirada oscura tan profunda, que le dio un aspecto realmente intimidante. —Profesor Roberts —repito pensativa. Me estremezco y decido usar pantalones vaqueros para la cena en la noche. ***Atención: esta historia ha sido modificada en cuanto la extensión de los capítulos y la cantidad de los mismos para tener mayor alcance hacia los lectores***

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