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La inocencia de sus ojos

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Blurb

«Oh … por fin ha llegado esa niña del convento por qué me piden su protección…»

Observó indiferente Madame Adelle. Desde la ventana de la primer planta podía ver la calle con lujo de detalles, en especial, vigilar quien llegaba a su puerta. Como había ocurrido en el momento en que vio a una joven señorita que se detenía enfrente de la entrada de su pequeña y humilde mansión.

«… ¿Se creerán que yo puedo dar caridad a manos llenas?... que fastidio... Pero… pensándolo bien, puede que esa mocosa me sirva para algo…»

Así era ella, siempre buscaba el beneficio en sus actos caritativos. Esta oportunidad, no sería la excepción. Miró con más atención a la joven que seguía en la entrada.

De esta forma pudo constatar que era una muchachita de aspecto inocente, brillante cabellera castaña y de piel inmaculada. Al juzgar por las curvas que se dejaban entre ver a través de la ropa, su apariencia era perfecta, aunque de pecho plano, se podía notar un buen par de caderas con una curvatura deliciosamente pronunciada. Adelle sonrió con satisfacción.

— Ella será una de mis niñas en el burdel…— anunció complacida.

—No lo creo… salta a la vista que es una niña muy inocente, Madame— observó Mateo, un inquilino que nunca llegaba a pagar la totalidad del alquiler.

Adelle lo fulminó con la mirada. Él era un escritor frustrado. Uno de esos tipos que ella odiaba con toda su alma. Debía deshacerse de él de alguna manera. Quizás, esa era la oportunidad para eso.

—Bien, encárgate de que pierda la inocencia, entonces…

—¿Y si no lo consigo?— sugirió dándole a entender que no acataría la orden.

Eso la molestó. Nadie se atrevía a cuestionarla de aquella manera.

—Vete buscando donde estar… — sentenció finalizando la conversación.

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Capítulo 1 (parte 1)
.En un otoñal día gris, Aurora, se encontraba mirando la vieja puerta de roble con remaches y ornamenta de oro de una vieja casona de corte imperial. Hacía frío en aquella mañana, motivo más que suficiente para que la joven se decidiera a entrar. Aun así, no lo hacía. «¡Vamos! Solo golpea esa puerta y pide que te lleven ante Madame Adelle Legrand. No es tan difícil, Aurora.» Se alentó, sintiendo su corazón aletear en su pecho con demasiada fuerza. De igual forma, subió las escaleras del zaguán que la acercaban a la gran puerta de roble con ornamentas de oro. Aquella Vieja Casona, ubicada en la esquina de una diagonal céntrica de la gran ciudad, a la que Aurora tenía que acercarse con su carta de recomendación, parecía bullir de gente que iba y venía azarosa. La joven apretó, indecisa, contra su pequeño pecho la carta que llevaba en su mano. Hacía tan solo dos meses que ella había llegado a la mayoría de edad al cumplir sus dieciséis años de vida. Hacía tan solo un mes que las monjas del convento donde ella había crecido , le informaran que ya no podían tenerla entre ellas. A menos que ella se decidiera a vestir los hábitos de novicia y formar parte de la familia religiosa. Cosa que Aurora se negó retundamente. Con esa breve explicación como argumento, las hermanas solucionaron el asunto mandando a la pequeña Aurora a la capital con aquella carta de recomendación para que se ganase la vida como empleada doméstica en la Vieja Casona de Madame Adelle Legrand. De modo que ese era el motivo por el cual se encontraba allí. Sintiendo ese miedo a lo que pudiera ocurrirle después de cruzar la puerta. Aurora, sabía muy bien que, cabía la posibilidad de que Madame Adelle Legrand la rechazase o que ni siquiera la recibiese ¿A dónde podría ir ella de ser ese el caso? Ese era su verdadero pesar. «Si no me dejan estar aquí, no tendré donde ir… o si, si me vuelvo monja.» Comprendió taciturna. Para nada quería aquella vida dedicada al servicio y la austera negación. Además ¿Cómo podría llegar a ser novicia, si ni siquiera sabía escribor su nombre? No, esa vida devota no sería para ella que solo sabía de cocinar, lavar y zurcir ropa. Era mejor que se decidiera y llamara a esa puerta de una vez. Cerró con fuerza sus ojos e inspiró el aire matutino. Ser consiente de la inmensidad del mundo que la rodeaba, la hacía tener miedo de lo que llegase a ocurrir tras cruzar el zaguán. Jamás, desde que tenía memoria, había salido del convento. No conocía más mundo que el que se le presentaba todos los domingos en las cuatro inmensas paredes de la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. «¡So, idiota, Aurora! ¡Solo hazlo y ya!» Se amonestó verdaderamente enojada con ella misma. Necesitaba con todas sus fuerzas convencerse de que no tenía que tener miedo a llevar la dichosa carta ante esa tal “Madame”, si a fin de cuentas, Sor María Isabel misma le había asegurado que allí nada le pasaría. También, Sor Juana se había desasido en halagos hacía esa noble señora, que tan caritativa era con las huérfanas del convento como ella. Y, Sor Ester, con su eterna y dulce sonrisa la había tranquilizado al afirmar que Madame Adelle Legrand era una bondadosa mujer que jamás se permitiría dejar a una joven señorita indefensa en las calles de la inmensa ciudad capital del país. Por si fuera poco, el Padre Arthur Lewins en persona la había bendecido el día antes de su partida y por si fuera poco, hasta le había entregado un escapulario de la bendita virgen patrona de la iglesia. Si ellas se lo habían asegurado, resultaba más que evidente que era verdad. Además, contaba con la mismísima protección del Señor mediante aquel amuleto que llevaba colgando del cuello. Por eso mismo, ella no debía tener miedo alguno de lo que pudiera llegar a ocurrir tras esa puerta. Abriendo los ojos con determinación se ordenó a sí misma que se dejara de idioteces y llamara a la puerta de una buena vez. Ya era una señorita lo suficientemente mayor como para tener miedo de ir a pedir un empleo. —¡Oye niña! Si no piensas llamar a la puerta de una buena vez, haz el favor de no estorbar y correrte del camino ¿Quieres?— apremió con malos modos un señor apestoso de vino y sudor que la miraba con actitud soberbia. —¡Vamos, niña, no tengo todo el día! Aurora miró a aquel extraño con ojos llenos de espanto. Notó como se tambaleaba aun agarrado a la baranda de las escaleras del viejo pórtico de la gran casona. Era solo un borracho de mediana edad. Pero, ella en su corta vida nunca había visto uno. Se recordó a sí misma que no tenía nada que temer y que ese hombre no le haría daño alguno. —Oh, disculpe…—respondió avergonzada de si misma y volvió la vista a la puerta ante la permanente mirada de enojo del hombre. Ignorando las quejas , tomó el llamador con forma de león y se dispuso a golpear. El sonido se oyó amortiguado desde el lado donde ella se encontraba, pero sabía que del otro lado el sonido había sido fuerte. Esperó un momento, sintiendo todo el peso de la mirada de ese hombre sobre ella. No quería pensar en que la estuviera observando de esa forma tan incomoda, pero, por alguna razón, comenzaba a inquietarla todo ese asunto. Las hermanas del convento ya la habían prevenido muy bien sobre los peligros que toda bella señorita de su edad corría delante de hombres como ese. Apoyó su cuerpo con timidez en el barandal y lo miró de soslayo con expresión de profunda timidez. El borracho parecía haberse olvidado de su descontento inicial y, en ese momento, la estaba observando con otros ojos. Unos ojos asquerosos rebosante de un brillo lascivo. El brillo de una intención que Aurora no conocía. Pero, aún así, podía palpar de manera tangible el peligroso escenario del que era participe. —¡Oye, niña! ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Eh?— escuchó la voz ronca de ese hombre constatando que su enojo se había disipado completamente y en ese momento, le hablaba con un tono meloso. La imagen de un depredador intentando endulzar a su presa para que esta callera en su trampa acudió a su mente. Atemorizada, desvió la mirada con rapidez, devolviéndola a la puerta de roble con ornamentas de oro. Rogando porque alguien acudiera de una buena vez a su llamado, prefirió hacer de cuenta que no lo había oído. Quizás, de esa forma él desistiría. —¡Oye! ¡Que descortés eres!— le informó ofendido el desconocido—… y yo que solo estaba tratando de ser amable contigo, mocosa arrogante. A Aurora la podrían culpar de muchos defectos, pero jamás podrían decir que ella era arrogante, las monjas del convento se habían cerciorado muy bien que ese pecado tan grave no tocara la inocente alma de la muchacha. Dolida por aquella acusación, bajó la vista al suelo. No quería problemas y tampoco sabía que tendría que hacer con respecto de la situación. —Oh… disculpe, no ha sido mi intención…— respondió con sincera humildad.—… Tengo que hablar con Madame Adelle Legrand. —¡Ah! Ya veo…— insistió el borracho ignorando la incomodidad de Aurora — ¿ Y se puede saber qué es lo que tienes que hablar con la vieja Legrand? Verdaderamente, parecía que ese hombre disfrutaba de todo la inseguridad que en ella provocaba. O al menos eso le parecía a Aurora, quien a esas alturas solo se preguntaba porqué no la dejaba en paz de una buena vez. «¿Por qué se tardarán tanto en responder?» Volvió la vista a la puerta con actitud de súplica, la urgencia la corroía. Ignorando los nuevos reproches de ese viejo borracho, alzó la mano para volver a llamar. —¡Oye! ¿No te he dicho ya que es descortés ignorar a los mayores?— insistió ofendido ese viejo apestoso acercándose a ella y tomándola por el brazo para que lo viera a la cara.—¿Es qué acaso te han comido la lengua los ratones? ¡Qué chiquilla más impertinente! Si fueras mi hija, ya mismo te habría hecho escarmentar. —¿Es qué usted simplemente no aprende, Señor Rupert?— dijo alguien a sus espaldas, por fin habían acudido a la puerta — Suelte a la muchacha, que culpa no ha de tener con eso de que usted ha perdido otra vez las llaves por andar de jarana por allí. Aurora miró en esa dirección, encontrándose con la mirada triste y azul de un hombre joven de piel clara. Este por su parte, parecía que no estaba realmente enterado de su presencia y, al juzgar por la mueca que llevaba puesta en sus labios, no estaba de buen humor para soportar aquella situación. —¡Y hablando de mocosos impertinentes, apareces tú, Mateo! ¡No te permitiré que me hables en ese tono! ¿Me has oído bien?— amenazó el hombre sin soltar a Aurora. Sin embargo, al juzgar por su actitud, ese hombre temía al recién llegado. O al menos eso creyó la joven al sentir como le temblaba la mano. Aún así, parecía reacio a querer soltarla. —Vamos, señor Rupert, suelte a la joven y entre de una vez con calma ¿O desea que se lo haga saber a Madame Adelle?— replicó el joven, ese que respondía al nombre de Mateo y que ignoraba con toda naturalidad las quejas despectivas del viejo borracho. Alguna cosa más parecía que quería insistir ese tal Rupert, mas, tuvo la suficiente capacidad racional de no hacerlo. En un silencio hosco, soltó a la pequeña Aurora y, mirando con recelo al joven, entró al lugar sin decir ninguna palabra. Aurora quedó sorprendida con la escena. Se preguntó si ese tal Mateo no sería algo que un simple criado en esa gran casona. Quizás fuera un mayordomo, no le parecía nada descabellada aquella idea. —¿Necesitaba algo, Señorita…? — le preguntó con amabilidad el joven, sacándola de sus meditaciones. —¡Oh! Si… disculpe…— respondió Aurora sonrosándose por verse tan tonta y distraída— He venido a hablar con Madame Adelle Legrand, tengo una carta de recomendación… eh… Sor… Sor Ester me aseguró que… que ella… me estaba esperando… Toda la poca determinación que tenía se le había quedado en algún lado escondida y, en su reemplazo, solo el miedo a que la rechazaran habitaba en ella. Mateo clavó su mirada triste de ojos azul cielo en su pequeño ser, parecía que no le gustaba en lo más mínimo. Apunto estuvo la joven Aurora de darse la vuelta y buscar algún sitio en donde quedarse. Todo fuera para no escuchar sus negativas. —Oh, ya veo…acompáñeme, entonces. Madame Adelle debe estar en su despacho en este momento, iré a informarle de su llegada, señorita… eh, ¿su nombre, por favor?—accedió con voz suave llenando el pequeño corazón de la joven de alegría. Aurora levantó la vista de sus pies y sonrió con agradecido entusiasmo. Se acomodó un mechón de cabello castaño detrás de la oreja. —Aurora Le Bras…— respondió para luego seguir al joven mayordomo por el interior de los pasillos de la vieja casona. Ese lugar había visto mejores épocas, cuando el gran Señor Donathien Legrand aun vivía. Sin embargo, ahora no era más que una vieja casona que servía como pensión para cualquier persona que pudiera pagar la estadía. Caminando por los pasillos, Aurora, comprobó con cierta desilusión como el lugar, pese a estar pulcramente cuidado, distaba mucho de ser esa pequeña mansión idílica de la que las monjas le habían hablado antes de partir. Notando las manchas de humedad en el papel tapiz de las paredes, se preguntó de qué manera podría ser ella empleada en aquel lugar. Mateo la condujo por unas escaleras que daban a la primer planta. A medida que subía, los peldaños no dejaban de rechinar bajo la suela de sus zapatos. A pocos escalones de llegar, escuchó el murmullo de voces femeninas que hablaban con buen ánimo de algún tema sin importancia. Miró hacía arriba, con ojos curiosos, y se encontró con que un grupo de coquetas damas de labios rojos y mejillas sonrojadas los observaban divertidas. Al juzgar por la ropa que llevaban, Aurora se preguntó si ellas no serían de ese tipo de mujeres a las que solían llamar “damas de compañía”. Se sonrojó al pensar en eso y prefirió voltear la vista a la espalda del hombre que la guiaba. —¡Oh! Mira nada más, Martha, que niña tan bonita ha llegado…— exclamó una de esas mujeres— ¿Es tu chica Mateo? ¡Ah! Si yo sabía que todo esos poemas que me recitabas en las noches eran meras mentiras ¡Mentiroso! Aurora miró con timidez a Mateo, preguntándose qué ocurría. Pero este, simplemente se mantenía en un silencio taciturno, ignorando las risas de aquellas mujeres. —Ya, Clara ¿No ves que asustas a la pequeña? — intervino otra mujer, una que más grande que la tal Clara— además… déjame decirte que es evidente todo lo que has dicho es verdad… pero, esa chiquilla tan bonita dudo mucho sea su querida ¿No lo sabías, Clara? Mateo solo tiene ojos para mi… ¿no es así, corazón? Por alguna razón, Aurora, se sintió aun más incómoda al ver a esa mujer guiñar el ojo al joven de una forma un tanto obscena y descarada. Pero, él no parecía para nada incomodado, por el contrario, se notaba indiferente ante esas bromas subidas de tono, como si esto fuera algo de todos los días. —Sígame por aquí, por favor…—lo escuchó pedirle con estoica actitud de quien supiera ignorar esas bromas—… Madame Adelle se encuentra al final de este pasillo… lejos de esas… mujeres. Dejaron atrás al grupo de mujeres ociosas que volvieron a sus conversaciones anteriores. A medida que avanzaban, Aurora pudo notar como a medida que se acercaban al despacho de la Madame, las habitaciones se iban distanciando y con ello, el bullicio detrás de las puertas. —¿Me permite pedirle que me entregue la carta, señorita Aurora?— sugirió con amabilidad Mateo extendiendo una blanca mano de delicados dedos color marfil. —Es para que ella la pueda leer. —¡Oh! Si, tome…— accedió Aurora dando un respingo, por alguna razón ese joven la intimidaba un poco . Le entregó la misiva que llevaba aferrada a su mano. Cuando él tomó, sus dedos se rosaron, haciendo que el pequeño corazón de Aurora diera un vuelco. No era para nada extraño que se sintiera así, ya que, ella no estaba acostumbrada a la presencia de hombres jóvenes como él. Lo usual para ella era tratar con jovencitas de su edad o mujeres castas como las hermanas del convento donde había sido criada. Apartando su brazo con rapidez, lo miró a la cara con expectación. Pudo ver de esa forma como él le sonreía indulgente y se tuvo que reconocer a sí misma que esa sonrisa era de las más hermosas que jamás había visto. Aquellos ojos tristes parecíeron tomar vida en el breve lapso que duró aquella mueca. —Tranquila, Aurora. Estoy seguro que Madame Adelle, la resivira con gran entusiasmo.— le aseguró en un susurro calmado —… aguarde aquí, que en seguida la atiende. Dicho esto, Aurora, lo vio darle la espalda y golpear con suavidad la puerta. Minutos después, escuchó la voz de imperativa de una mujer detrás de la puerta. Si corazón se encogió por los nervios. —Pase…— dijo la Madame y Mateo entró en el lugar cerrando la puerta tras él.

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