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Clara y Flora: El despertar del hechicero

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Clara tiene seis años, y ama observar la naturaleza y leer libros de todo tipo. Flora, de doce, prefiere salir con sus amigos o hacer cosas que según ella no sean tan aburridas cómo las de su hermana.

Una mañana, sin previo aviso, se ven rodeadas por una enorme cortina de viento que las lleva a un lugar desconocido, un mundo que está siendo sometido por el hechicero, que tras despertar después de mil años buscará la llave de la diosa, objeto que le brindarán poderes infinitos y el arma definitiva para conquistar todos los mundos.

Flora y Clara, deberán tomar parte en esa guerra para salvar ese mundo, utilizando los dones que misteriosamente nacieron en ellas.

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I
La llegada de la primavera anunciaba que pronto toda la ciudad se llenaría de color, haciendo florecer las plantas y flores y creando una hermosa gama cromática que, a través de su ventana, la pequeña Clara podía apreciar cada mañana. La pequeña tan solo tenía seis años, pero le gustaba mucho estudiar sobre la madre Tierra; le fascinaba sembrar rosas en el jardín con su madre, leer cientos de libros donde podía conocer tipos de flores que quizá jamás podría ver, siendo estas de otro país, y dibujando grandes bosques y un árbol, donde dibujaba la futura casa de sus sueños sobre él. Su hermana Flora, en cambio, no sentía el más mínimo interés en las aficiones de jardinería de su hermana y aún menos le resultaba interesante la idea de quedarse horas viendo flores mecidas por el viento a través de la ventana. Tenía doce años, su mayor interés en esos momentos de la vida era conseguir que sus padres le compraran un teléfono móvil para chatear con sus amigos de escuela. Ambas hermanas compartían habitación, siempre estaban unidas, aunque las discusiones entre ellas fueran constantes. Para Flora, aunque su nombre debiera haber sido más acertado para su hermana, la idea de pasar horas como Clara lo hace, era motivo para tacharla de aburrida y la pequeña no estaba de acuerdo. Esa mañana, no sería diferente; cuando Flora entró a la habitación tras lavarse los dientes y comenzar a vestirse para ir a desayunar ese sábado, vio a la pequeña nuevamente aferrada al alféizar, tenía un enorme baúl junto a la ventana que usaba para ponerse en pie y así alcanzarla con seguridad. —Clara, ¿otra vez estás viendo las flores de fuera? En serio, eres muy aburrida. Deberías hacer amigos y no estar mirando una maldita flor. Usaba un tono burlesco al recalcar el hacer amigos. —No debería importarte lo que haga, yo al menos no estoy todo el día llorando a mamá por un teléfono. —Mejor pídele una pala para sembrar arbolitos —comentó, riendo de su propia ocurrencia, pero su hermana ni se inmutó. La llamada de su madre para bajar a desayunar, las hizo finalizar la conversación. Terminaron de vestirse rápidamente y se dirigieron al comedor en la planta baja. Vivían en el campo, en una hermosa casa de dos plantas y un ático pequeño en la parte superior que las niñas se habían empeñado en usar de habitación; era circular y el techo en forma de pico, con una larga viga de madera que lo cruzaba donde estaba la lámpara para iluminar el lugar por la noche. En las paredes, más vigas de madera cubrían el largo, cada pocos metros habiendo una, siendo esto algo más estético que funcional. El suelo de tablones de madera y cubierta por una enorme alfombra de lana, seda y algodón, de origen persa, lo convertían en un espacio donde amaban estar, aun que andaran discutiendo, disfrutaban de la magia que respiraban en ese lugar y las vistas desde allí, era hacia un largo río que se marchaba hacia el horizonte en busca de su amado mar, un pequeño bosque de pinos y, lo que más disfrutaba Clara de ver, un enorme campo de flores que durante años junto a sus padres habían estado sembrando. Ella, la pequeña, tenía largos y hermosos cabellos dorados, ojos de un verde intenso y rostro de ángel. Su corazón estaba lleno de bondad y de amor hacia todo lo que le rodeaba. Flora, en cambio, pecaba de ser más rebelde. De cabellos negros, siempre tomado de una cola, ojos color miel y rostro hermoso, como su pequeña hermana. Era más impulsiva, tomaba decisiones la mayoría de veces siguiendo su orgullo más que el sentido común. Siempre debía llevar la razón, pero, aun así, seguía teniendo buen corazón, aunque más de una vez intentara hacerse la indiferente. —Ya era hora de que las señoritas se dignaran a aparecer —reclamó su madre, mientras ellas tomaban asiento. —La culpa es de Clara, se quedó de nuevo embobada mirando el jardín —protestó Flora. La pequeña no dijo nada, andaba sumida en sus pensamientos, algo habitual. —Bueno, como sea, desayunen antes de que se enfríe —¿Papá donde está? —preguntó la mayor, tomando una tostada de queso —Ya hace rato que salió al viñedo. Está convencido de que este año sí crecerá la parra. Le advertí, este lugar es hermoso, pero no tiene un suelo apto para eso. —¿Quizá debería sembrar queso? Sería divertido tener uno que crezca de las plantas. ¿Tú qué dices, Clara? —El queso no crece de las plantas —respondió indiferente. —Oye, que era una broma, ¿por qué te pones así? Quizá mejor te sembramos a ti, tanto que te gusta la tierra, podrías ser una planta. La pequeña la miró molesta, pero no siguió con la intención de su hermana de crear una discusión y hacerla enojar. —Niñas, ya basta. Sois hermanas. Deberían quererse y protegerse entre vosotras. Y no le digas nada más, es muy pequeña —reprochó a Flora que, indignada por eso, no habló más en todo el desayuno. —¿Vas a seguir enojada todo el día solo porque mamá nos dijo que no discutamos? —preguntaba Clara a su hermana mayor mientras salían de casa hacia el viñedo que tenían en la parte trasera. No era muy grande el terreno que tenía para ello, aun así, más que viñedo, no era más que un intento de uno. Por alguna razón, no llegaba a crecer lo suficiente para dar uvas. Las parras iban secándose y muriendo cada vez más rápido y la única solución era culpar de ello a la tierra donde estaba sembrado. —No estoy enojada, pero no es justo que me digan nada a mí. Yo no soy la que se pasa la vida ausente del mundo real. —Pues si tanto te molesta, ignórame. Nadie te obliga a estar pendiente de lo que haga. —Eres una boba sin amigos, en la escuela no hablas con nadie. Si sigues así siempre vas a seguir sola —Dándose cuenta que quizá pudo haber ido muy lejos, intentó por una vez tragarse un poco de su orgullo de hermana mayor—. Me preocupo por ti… Eres mi hermana. Apartó la mirada avergonzada de haber dicho eso y Clara sonrió alegremente. —Pase lo que pase somos hermanas, ¿verdad? —Hasta que un juez diga lo contrario, sí… —respondió Flora, intentando tomar de nuevo un tono de superioridad. Llegaron junto a su padre, que se encontraba quitando las plantas secas como venía haciendo cada mañana. —Este año tampoco crecerán —les dijo apenado a las pequeñas—. Debería rendirme y olvidarme de sembrar nada. —No te desanimes papá, seguro que algún día esa tierra valora todo tu esfuerzo y hará que crezcan muy altas y sanas —le decía la pequeña Clara con una reconfortante sonrisa. —¿De dónde sacaste eso? —preguntó Flora—. Ha sido demasiado cursi. Su padre se acercó a ellas y les dio un fuerte abrazo, del cual, la mayor quería escapar avergonzada. —Algún día crecerán, tienes razón. Crecerán tan fuertes como mis pequeñas. Les besó la frente, más animado. —¡Papá, ya! No soy una niña —Claro que lo eres, solo tienes doce años —respondió Clara, dando un dato evidente, pero con un tono como si su hermana fuera estúpida y quizá lo hubiera olvidado. —Por favor, no vayan a pelear de nuevo —suplicó su padre. —No voy a discutir con ella, no merece mi tiempo —protestó con clara indignación—. Que se vaya a jugar con sus amigas las plantas, yo me voy a hacer las tareas. Enojada, tomó el camino de vuelta a casa en solitario. —¿Dije algo malo? —Tu hermana se ofende con cualquier cosa, ya lo sabes. No le des importancia, pero me encantaría que algún día pudieran llevarse bien. No sois tan diferentes. Tenéis muchas cosas en común, no debéis solo molestaros por aquello que os haga diferente, sino ver qué es lo que os une. Compréndela y que ella lo haga contigo. Eso nos haría felices a mamá y a mí. Clara se quedó pensativa. No entendía muy bien qué le quería decir su padre, pero sí entendió que debían compartir sus gustos. —Ya sé que hacer, algo que nos gusta a ambas. Gracias, papá. Le dio un fuerte beso en la mejilla y salió corriendo en busca de Flora. Su hermana mayor estaba en la habitación, en su cama. Estaba revisando las tareas pendientes cuando la pequeña entró con algo a la espalda. —¿Qué quieres ahora? —preguntó de mala gana. —Papá me dijo que teníamos que entendernos y compartir nuestros gustos más que a****r las diferencias. Así que vine a compartir algo que nos gusta a las dos —Sacó de su espalda sus manos, que sostenían un pequeño plato con un sándwich dentro—. A ambas nos gusta el queso, así que quiero compartir este contigo como papá dijo. Flora no pudo evitar reír como una histérica. Su hermana no había entendido nada, pero no pudo evitar ver ese gesto como algo demasiado gracioso para guardar la compostura. Los ojos de Clara se nublaron, al borde de las lágrimas. —No llores, no me río de ti. Gracias por compartir conmigo el sándwich de queso —Le sonrió—. Ven, siéntate a mí lado. Flora la miraba acercarse alegremente y con mirada de triunfo. No había entendido nada, pero, a fin de cuentas, seguía siendo una niña de seis años. Juntas comieron, observando a un pequeño pajarito que se había posado en la ventana, que parecía estar mirándolas fijamente. Entró, revoloteando por toda la habitación, seguido de sus miradas de asombro. Giraba cada vez más rápido y ágil, y comenzaron a sentir una pequeña corriente de aire que empezaba a rodearlas. El pequeño pajarito se posó en el baúl frente la ventana, observando cómo las niñas asustadas se pusieron de pie en la cama. —¡¿Qué es este viento?! —preguntó Flora nerviosa. El viento cada vez se sentía más fuerte, creciendo del suelo, hasta el punto de que parecían estar en el interior de un tornado. No podían ver más allá de la enorme masa de aire, que las elevó unos metros. —¿Qué pasa? Flora, tengo miedo. La pequeña se aferró desesperada al brazo de su hermana. —Tranquila boba, todo estará bien, estoy aquí contigo. Estaba muy asustada, pero debía mantener la calma por su hermana. Cerraron los ojos, sintiendo como el viento las llevaba más y más alto, o quizás caían, no podían saberlo. Se abrazaban fuertemente hasta que el sonido, de esa especie de tornado que las tragó, desapareció y sentían como la luz del sol les daba de lleno en el rostro. Abrieron los ojos y la sorpresa fue más grande que el miedo; se encontraban en medio de una enorme pradera, sin rastro de su casa o de sus padres. Habían sido arrastradas por ese viento a algún lugar desconocido. Se pusieron en pie, intentando asimilar qué estaba ocurriendo. —Este no es el campo donde vivimos. No está el río, ni el jardín. No está el pinar… ¿Dónde estamos? —preguntó Flora. —Comenzaba a ponerse nerviosa, dando vueltas sobre sí misma, deseando ver algo conocido para ella. — Desde casa solo vemos un sol ¿verdad? —preguntó Clara, visiblemente a punto de perder el control y ponerse a llorar. La chica miró al cielo tras la absurda pregunta de su hermana menor, quedándose blanca de lo que tenía ante sus ojos; en el cielo, dos soles iluminaban aquel suelo extraño para ellas. Uno de ellos tenía el mismo tamaño que el Sol conocido, el otro estaba tras él, casi tapado, de una tonalidad azulada y de la mitad de tamaño. —Eso quizá solo sea una estrella cercana. —Flora, ¿qué te enseñan en la escuela? Todas las estrellas son soles. Masas de gas como esas, como el nuestro. —¡Ya lo sé! No soy estúpida, solo estoy nerviosa. Se sentaron de nuevo en aquella pradera, espalda con espalda. Antes de perder la calma deberían sacar conclusiones de lo que estaba ocurriendo y mantener la mente serena. —¿Crees que mamá y papá también estén aquí? —preguntó Clara, rompiendo el silencio. —Creo que no, si fuera así no estarían tan lejos y nos hubieran encontrado. Aquél pájaro… Hizo algo raro, ¿no crees? —Fringilla coelebs. Nos estaba mirando, al menos dio esa sensación. —¿Eh? ¿Cómo has llamado al gorrión? —Suspiró cansada—. ¿Acaso ahora me dirás que puedes hablar con los pájaros? —No es un gorrión boba, para que tú cerebro lo entienda, se conoce como pinzón vulgar. Su nombre de identificación es ese, fringilla coelebs. —Me da igual cómo se llame ese maldito pájaro. Seguro que todo esto es culpa suya. Estoy convencida de que ya estaba aburrido de ver tu cara todo el día asomada por la ventana y nos echó de allí. —No ha sido culpa mía —protestó, poniéndose en pie—. Si eres la hermana mayor, en vez de culparme, piensa cómo volver a casa. —¡Piensa tú! Ya que eres tan lista y todo lo sabes. Me enoja mucho tu actitud como si fueras mejor que yo solo por leer libros aburridos. No sabemos dónde estamos ni la razón, así que me da igual si ese pájaro es un gorrión o un águila con enanismo. Solo quiero volver a casa… —Deberíamos entonces empezar a andar. No deberíamos discutir ahora, no es el momento —Tomó la mano de su hermana mayor—. Mamá dijo que teníamos que protegernos una a la otra, así que debemos ir juntas. Comenzaron a caminar por aquella pradera, con el sonido de pájaros que se ganaban la mirada asombrada de Clara cada vez que uno pasaba cerca de ella. Eran aves en apariencia parecidas a las que conocía, otras eran totalmente diferentes, con plumaje de vivos colores como el pavo real, pero en cuerpo del tamaño de un jilguero. Caminaron sin detenerse durante horas, aún estando hambrientas y agotadas, seguían caminando con la esperanza de encontrar algún lugar donde pudieran explicarles qué estaba ocurriendo. La pequeña Clara cada vez iba más despacio, no podía seguir, pero no quería ser ella quien soltara la mano de Flora para sentarse. —¿Estás muy cansada, boba? —Le preguntó ésta, preocupada—. Vamos a sentarnos un poco allí, mira. Señalaba una pequeña construcción de piedra, parecido a algún altar antiguo; varias columnas de piedra alrededor de un círculo. Tomó a la pequeña en brazos y caminaron la distancia que les separaba de aquel lugar, no más de unos minutos. —Si le dices a alguien que te tomé en brazos, quemaré todos tus libros —amenazó avergonzada. —No lo haré, gracias. Sonreía mientras se abrazaba a su cuello. Llegaron a su destino y se sentaron en el centro del suelo circular de piedra, apoyadas en uno de los seis enormes pilares de piedra de al menos seis metros de alto que rodeaban el lugar. —¿Y ahora? Andamos horas y todo sigue siendo pradera y algún bosque que vi muy a lo lejos —Clara suspiraba desesperada y hambrienta—. Ni siquiera nos dio tiempo a terminar el sándwich y mamá y papá deben estar muy preocupados. —Papá seguro que sigue con su viñedo y mamá estará trabajando en algún caso, siendo abogada siempre lo tiene. Seguro que aún no se dieron ni cuenta. —Yo creo que sí lo saben. Son nuestros papás, ellos sienten cuando a sus hijos les pasa algo, así que nos buscarán y encontrarán, ¿verdad? Flora iba a protestar de nuevo, pero vio su mirada asustada, ardiente de aferrarse a alguna esperanza para no llorar, para no sentir que estarían perdidas para siempre. —Boba… Claro que vendrán. Nunca nos dejarían solas —Suspiró—, pero hasta entonces tenemos que buscarnos nosotras mismas la vida. Necesitamos agua, comida y un lugar para dormir. —¡Tienes razón! Hasta que lleguen, debemos seguir juntas. Podríamos dormir aquí un rato, no tengo energía para seguir andando. —Clara, no sabemos si habrá algún depredador como lobos o algo así. Si nos cae la noche en este lugar no sabemos qué pasará. Creo que lo mejor será seguir andando. La pequeña se quedó pensativa unos segundos, luego se puso en pie y, quitándose el polvo de la ropa, asintió. —Tienes razón, debemos andar todo lo que podamos. Esta pradera no puede ser infinita, vamos. Tomó su mano, aún estando sentada, y tiró de ella, empezando a correr. —¿Por qué tienes tanta prisa? Pensé que no podías correr —Porque tuviste la idea de no dormir aquí, eso significa que cuando lo intentas, sí puedes ser toda una hermana mayor. Reía alegre mientras seguían corriendo por aquel misterioso lugar sin nombre. —No creas que soy estúpida, es sentido común. Pero no corras o en diez minutos tendré que llevarte a rastras como un saco de patatas —No quería admitir que le hizo feliz oír de su hermana que podía ser una buena hermana mayor—. Y otra cosa, no esperes que te lleve de nuevo en brazos, tienes el trasero gordo. No hizo caso a su comentario, pues se detuvo en seco. Un tenue humo n***o arañaba el cielo en la lejanía. —¿Crees que sea de una chimenea? —preguntó la pequeña —Eso parece. Vayamos con cuidado, no sabemos tampoco la distancia a la que está ni a quién encontraremos. Siguieron caminando, esta vez con un punto en el horizonte donde, con suerte, podrían llegar antes de que la noche cayera. La niña, de hermosos cabellos dorados, y su hermana, de mirada color miel llena de fuerza y valor, habían llegado a un lugar desconocido, pero mientras se mantengan juntas como su mamá tantas veces les repetía, no tendrían nada que temer.

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