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Secretos Nuestros

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Blurb

Al cabo de un par de meses, Emanuel, volvió a ver a la mujer que tanto odiaba en su vida. Su esposa. O, mejor dicho, su exesposa.

Comprobó así que, ella ya no era la misma que él había corrido de su casa. Ella se había cortado el pelo y hecho esas cosas que solían hacerse las mujeres en las uñas. Se veía distinta, más bonita y más... Feliz.

Si, aquella mujer se veía feliz. Lo que era peor: era feliz SIN ÉL.

Ese detalle, la hizo odiarla aun más. Porque él odiaba la felicidad. Sobre todo, si esta provenía del insignificante hecho de que era gracias a estar lejos de él.

Esa sonrisa en su rostro, no se la pensaba perdonar.

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No vuelvas ahí
—¡Pero déjame entrar! ¡Emanuel! ¡Por favor, te lo pido! Déjame entrar... Por favor — rogaba Abigail sintiendo como se desmoronaba su vida con cada golpe que ella le daba a la puerta. Más doloroso para ella era ver como, por más que golpeara o gritara, del otro lado, no obtenía respuesta alguna. Sabía que Emanuel se encontraba allí, eso era innegable. A fin de cuentas, él había la había puesto de patitas en la calle en ese momento. —¡Por favor! ¡Abrí! ¡Por favor, Emanuel!— volvió a gritar congestionada por la angustia, esta vez, golpeando la ventana de la habitación que daba a la calle. Miró a un costado, notando como su vecina había prendido las luces de la cocina. Su vecina, la tía de Emanuel. Ver aquella silueta obesa y deforme como un monstruo acechante en la ventana que daba a la casa, la desesperó aun más. Sabía que esa vieja arpía, no la ayudaría para nada. Por el contrario, solo se había levantado para ver el patético espectáculo que ella protagonizaba. Abigail llevaba viviendo allí más de ocho años y eso que ocurría, no era la primera vez que le pasaba. Por ese motivo, no se engañaba en lo más mínimo. Nadie vendría a ayudarla. Si, eso era verdad, nadie vendría y, si de ser el caso, alguien se atreviese a usmear en la ventana, tal como lo hacía esa vieja asquerosa. Eso solo lo hacían para verla rogar y actuar como lo que ellos decían que era: una loca desquiciada. Pues bien, no les daría el gusto en esa oportunidad. Se alejó en silencio de la casa. Si de todas formas, sabía muy bien que no obtendría resultados. A ese hombre le gustaba verla rogar y humillarse. Pues bien, no le daría el gusto. Por nada en el mundo lo haría. Pateando piedras, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, se fue de allí. Caminando por la asera, sintiendo los ojos arder. Quería llorar. Pero tampoco lo haría. Se sentó al costado de la calle, a escasos centímetros de la parada de autobuses. Y así se quedó, en silencio. Su mente era un amasijo de pensamientos sin formas. Preguntas de las cuales, la mayoría no tenían respuesta alguna. O, al menos, eso creyó en aquel entonces. Se sentía completamente confundida con toda la situación. Se llevó la mano a la cara, rascándose distraídamente la nariz. «¿Qué era lo que había hecho tan mal en su vida para pagarlo de esta forma tan cruel? » No lo sabía o quizás no lo recordaba. «¿Cuando había comenzado toda aquel tortuoso matrimonio?» En esta ocasión, ella podía decir con exactitud que había comenzado el quince de noviembre, cuando ella había puesto su firma en aquella acta matrimonial. Pero, para su desgracia, tenía la vaga impresión de que las cosas habían empezado antes, el día que lo había conocido. «¿Cuándo fue que todo que todo comenzó a desmoronarse?» No estaba segura, en absoluto. Pero, quizás, podría arriesgarse a intuir que eso había ocurrido el día que él le había sido infiel, solo porque ella no quería acostarse con él, dado a que quería terminar sus estudios. O ¿Tal vez había sido antes de eso? Tampoco estaba segura de saberlo. «¿Cuántas veces había ocurrido ya eso? ¿Cuántas veces su esposo la había dejado en la calle y trancado la puerta para que no pudiese entrar?» Rio entre dientes con verdadera amargura al pensarlo ¡Fueron tantas veces que ya no se acordaba! Ni tampoco quería hacerlo. Ya no quería pensar en eso. Ella, solo quería dormir. Y no despertar nunca más. Hecha un ovillo en el suelo, con los ojos humedecidos de las lágrimas que contenía sin saber como, Abigaíl, se preguntó si, lo mejor, en realidad ,no sería preguntarse ¿Por qué ella seguía permitiendo que eso le ocurriera? Eso tenía más sentido, aunque tampoco estaba segura en ese momento de conocer la respuesta. Sin embargo, no podía negar que no tenía sentido preguntarse tantas cosas, si al fin y al cabo, ella siempre volvía. «Pero... Si me voy ¿Dónde iré? ¿Y los nenes? ¿Cómo los mantendré?» Se dijo amargamente mirando sin mirar a un punto fijo de la asera del frente en el momento justo en el que paraba un autobús encegueciendola con sus faros. Cierto, a decir verdad, no era que volviera por puro gusto. Por el contrario, si lo hacía, lamentablemente, era por sus hijos. Pero, no tenía sentido preguntarse tanto esa cuestión. Ya vería como se las arreglaría, a fin de cuentas, por el momento, bien podría irse a la casa de su mamá. Si sabía muy bien que esa buena mujer la recibiría con los brazos abiertos. Con mirada ausente, se levantó del suelo y se subió al autobús, marcando el pasaje con la tarjeta electrónica que dio negativo. No tenía dinero para pagar por el pasaje. Miró incómoda al conductor, suplicándole con la mirada. Para su suerte, el chófer la dejó pasar. Si a fin de cuentas, el único inconveniente que podía llegar a tener ese tipo era que si en el hipotético caso que subiese un inspector y la hiciese bajar por viajar de polizón. Pero, eran las tres de la mañana de un espantoso día de lluvia torrencial ¿Qué inspector trabajaría a esa ingrata hora? «Nadie, a esta hora están todos durmiendo. Como tendría que estar haciendo yo de no ser por ese tarado que no me deja entrar en mi casa... ¿Y todo por qué? ¡Por un estúpido mensaje de w******p!» Se dijo apretando los dientes con verdadera frustración y resentimiento. Y no era para menos. Por si alguien se lo preguntaba, el grave pecado de nuestra protagonista, Abigail Herrera de veinticinco años, era el pecado imperdonable de haber recibido un mensaje de un hombre mucho más apuesto y en, aparentemente, mejor estado de conservación que el de su esposo. Un indignante mensaje en el que, dicho adultero, se interesaba por el cómo le había ido en su día y , no contento con eso, terminaba la pregunta con un aberrante " Corazón ". Para empeorar las cosas, ella también había respondido con el mismo tono incorrecto de afecto en el que se debería haber comunicado una mujer casada como ella. Si lo pensaba bien, toda esa situación era indignante y se la tenía bien merecida ¿Cómo si no? ¡Si ella le estaba dando lugar a otro en su vida! Aún si tenía un marido, a ella no le importaba en absoluto respetarlo. ¡Oh, bueno! Esos argumentos habían sido los que ese hombre asqueroso que decía ser "su cónyuge". Claro estaba que el idiota de su esposo no se había dado a la mínima tarea de ponerse a ver que, ese hombre con el que ella se comunicaba muy a menudo, vivía a más de quinientos kilómetros de distancia de la ciudad de La Plata, donde ella se encontraba. Menos aun, se había fijado en el insignificante detalle de que, aquel hombre de cabellera bordó como el vino tinto y ojos verdes como el musgo, era nada más y nada menos que... El primo hermano de ella. Dando un hondo suspiro de resignación, sacó su celular, único objeto que había podido sacar de la casa antes de verse en la calle, junto con la tarjeta electrónica y un paquete insignificante de cigarros, más el encendedor. Todo lo demás, documentos e hijos incluídos, quedaron allí, con ese maldito enfermo custodiando todo para qué ella no pudiera llevarselos. Todo habia quedado allí, con ese hombre que tanto la enfermaba con sus celos y agresiones. Encendió la pantalla del teléfono móvil y descubrió que tenía dos llamadas perdidas de su primo, ese pobre hombre que había sido la manzana de la discordia. Volvió a suspirar resignada y volteó la cara a la ventanilla empañada. Supuso que, su estúpido marido ya lo habría llamado para amenazarlo o lo que fuera que hubiese querido hacer. Se preguntó si lo mejor para ella no sería apagar el celular. A decir verdad, no quería hablar del tema con nadie en absoluto y mucho menos con ese hombre. No porque le guardara rencor, nada más fuera de la realidad. Sino porque sabía muy bien que, si abría la boca, inevitablemente, lloraría pidiendo auxilio debido a la situación en la que se encontraba. Siempre lo había hecho, ese hombre siempre había conseguido ese efecto en ella. Pero, ese primo suyo era insistente. Ella ya lo conocía muy bien ¿Cómo no iba a ser así? ¡Si habían sido completamente inseparables de niños! Aunque por, motivos que ella no sabía, estuvieron años manteniéndose separados y sin contacto alguno, volviendose a encontrar en un sitio web de citas. Comprobando de esta forma que muchas cosas habían cambiado. Ya no eran los mismos niños de antes, habían crecido y madurado cada uno a su manera. Sin embargo, en ese tema de insistir, él no había cambiado ni un poco. Seguía siendo el mismo obstinado de siempre. Abigaíl bufó poniendo los ojos en blanco al oír que ese hombre la llamaba por cuarta vez. —¿Si?— preguntó ella atendiendo a la llamada. Procurando en lo posible de que su voz no delatase si estado de ánimo—¿Qué ocurre Esteban? —¿Estás bien, Abi? ¡Por favor, dime que estás bien!— escuchó que él le respondía con evidentes signos de preocupación en la voz —¿No te hizo nada, verdad?¿Estás con la tía Maru, no?¿Tus niños?¿Cómo se encuentran? Ante tal bombardeo de preguntas, Abigaíl no supo a qué responder primero. Aquel interés de su parte, lejos de reconfortarla, logró que ella se rompiera e inevitablemente llorara a moco tendido. De esa forma tan patética, ella le contó todo lo ocurrido. No se guardó nada, para él jamás había secretos. Para él todo lo que ella le dijera eran verdades. Le contó como ese maldito maniático enfermizo la había despertado entre sacudones y arrancado de la cama para ponerle delante suyo la prueba mayor de su delito. Le contó como la amenazó con la cuchilla de trozar el pollo para asegurarse de que no le mentía y, como no se había quedado conforme, pues el resultado seguía siendo el mismo, la amenazó con sacarla a la calle y no dejarla entrar. Le contó que tan cerca estuvo de ser agredida y más cerca de que la cosa fuera aun peor. Le aseguró que todo eso no lo vieron sus hijos, que esos niños, por fortuna, se encontraban en la casa de su suegra, aunque esperaba que esta vez pudiera sacarlos de allí antes de que Gastón fuera a buscarlos. Le repitió hasta el hartazgo que en ese momento ella se encontraba yendo a la casa de su mamá y que de ahí iría a buscar a sus hijos para llevárselos con ella. Pero lo que más admitió fue lo más angustiante para ese pobre hombre que la escuchaba al otro lado de la línea telefónica, a más de quinientos kilómetros de distancia. —¡Tengo miedo, Esteban! ¡Te juro que ya no sé qué hacer! ¡Tengo miedo y no exagero! ¡El tipo ese me va a buscar y me obligará a volver! Con mi mamá no podemos estar, ya la pasé. Le va a querer meter miedo a mi vieja. La última vez casi la m4ta de un infarto con todo lo que nos hace... Esteban ¡Por favor, ayúdame!— sollozó sin poder evitarlo, como cuando ellos eran niños.—¡Ayudame , por favor! Del otro lado de la línea, por un momento, solo se escuchó el silencio. Incómoda, Abigail, se dio cuenta de que había hablado demasiado fuerte. Tanto así que, el conductor del autobús, no se tomaba el más mínimo trabajo de disimular las miradas que le daba. Esas miradas le dolían, porque eran parecidas a la sque le dirigías casi todo su entorno cuando ella se atrevía a contar en voz alta todos los maltratos que ese hombre la hacía pasar todos los días desde que ella se había casado con él. «Pero siempre volvés con él. Así que no te quejés ¡Siempre volvés!» Le dijo una vez una amiga suya, harta de escucharla. Lamentablemente , tenía razón. Aunque doliera, esa amiga estaba en lo correcto ¿Como se podía dar el lujo de quejarse y llorar tan amargamente? Si, a fin de cuentas, siempre volvía al mismo lugar donde la pisoteaban. Pero ella no lo hacía porque quería. Lo hacía porque no tenía donde estar tranquila y menos tenía un trabajo para mantenerse ¡Ni hablar de mantener a sus hijos! No tenía ni la secundaria terminada... Ella no tenía nada ¡Nada en absoluto!¿Cómo nadie se daba cuenta de eso? ¡Ella no tenía nada en absoluto! Y eso no era porque no lo había intentado, eso le pasaba porque él no la dejaba y, lo que era aun peor ¡Nadie la ayudaba! —¿Corazón? ¿Estás ahí?— escuchó que su primo la llamaba con algo parecido a la timidez, aunque en realidad fuera "cautela" — ¿Abigail, me escuchas? Ella sorbió por la nariz y se aclaró la garganta. Tenía que aparentar, no quería preocuparlo ¿Qué ganaba con eso? ¡Si ella se encontraba en Buenos Aires y él en Santa Fé! Cada uno en una punta distinta del país Recordó ese detalle y se sintió aun más pateti ¿Cómo se le había podido cruzar por la cabeza que él podría ayudarla? ¿Acaso estaba tan loca cómo para esperar que él, mágicamente, la salvara de todos sus problemas, tal cual como lo hacía en la época en la que eran unos niños? Había veces, que hasta ella debía reconocer que daba vergüenza ajena. —Si, Esteban, acá estoy ¿Qué pasa?— respondió en lo que se limpiaba las lágrimas con la punta de la manga de su vieja y descolorida sudadera rosada. —Hace lo que dijiste. Andá de la tía Maru, luego buscá a tus hijos...— sugirió él con una voz suave como si fuera una conversación casual.—... pero, cuando estés con ellos, no vuelvas otra vez a la casa de la tía... Andá directo a la terminal de autobuses de larga distancia, sacá pasajes hasta la terminal de Santa Fé capital... y ¡Por favor ! No te olvides de llamarme para avisarme del horario en el que estarían saliendo para acá. Que yo los espero. Vení a mi casa, con tus niños. Creo que, por el momento, será lo mejor. No te preocupes por nada, trae a tus hijos, yo te ayudo, Corazón... No estás sola. Al oír eso, no supo que le debía responder. Él, así como así, como si la cosa fuese así de simple. Él, le estaba ofreciendo un lugar en su casa. Él, quien sabía de las veces que ella había vuelto con ese hombre, no le decía que dejase de quejarse, por el contrario. Le estaba dando una posible solución a sus problemas. Tampoco la estaba juzgando, sino que, la quería ayudar y contener. Volvió a recordarse que, no era la primera vez que lo hacía. Cuando eran niños e inseparables compañeros de juego, él siempre buscaba ayudarla con todo lo que tuviera a la mano. Aun si esa intromisión de su parte, significaba meterse él mismo en problemas. Eso nunca le había importado. Tal lo visto, acababa de descubrir que otra cosa no había cambiado en ellos. Tentada estubo de aceptar su ayuda. Tentada estubo de irse en ese momento a buscar a sus hijos y hacer lo que él le decía, casi como si una verdad absoluta. Pero, había algo que la frenaba. Un par de cosas que le impedía aceptarlo así como así. Dos cuestiones insignificantes y vergonzosas de confesar. —¿Con qué dinero y con qué ropa querés que vayamos allá?— le preguntó en un susurro monocorde tal que no estaba segura si él la había llegado a escuchar bien. Del otro lado de la línea telefónica, se oyó un chasquido, seguido por el inconfundible sonido de un suspiro. De esta forma, ella supo que él acababa de encender un cigarro. Tal lo visto, ese hombre no podía dejar ese malhabito adquirido en los últimos años de su infancia. Al igual que ella. Otra cosa más que no cambiaba. — Corazón, decime algo...— escuchó que le pedía con calmada y amable voz grave. Sentia que, de tanto hablar con él, pese a la distancia, conocía tan bien su lenguaje corporal que casi se lo podía imaginar, sentado en su sillón de cuero en su lugar de trabajo, fumando ese cigarrillo con los ojos entornados y la actitud de a quien nada lo pudiese llegar a perturbar. No le sorprendía esa imagen mental que tenía de él. A fin de cuentas, siempre había sido así ¿Por qué cambiaría ahora? Si ya le estaba demostrando que seguía siendo el mismo de siempre. —¿Cuáles son los talles de tus hijos y el tuyo? Así les compro algo de abrigo en lo que los espero...— le preguntó él de forma directa — y ¿Cómo cuánto crees que tardarás en ir a buscarlos y acercarte a la terminal? Así te compro yo los pasajes. Si queres, pasame el alías de alguna tarjeta bancaria que tengas a tu nombre y te envío algo de dinero para que les compres algo para comer. Al escucharlo, se tapó la boca ahogando una incrédula exclamación. Pese a todos los peros que ella insistía en poner ¡Él seguía insistiendo en ayudarla! Y, aun así ¿Por qué no se sentía bien al escucharlo?¿Por qué tenía tanta angustia? ¿Por qué seguía buscando pretextos para no aceptar su ayuda? ¿Por qué no sabía que decirle?¡Si solo debía decir "gracias por todo primo, te quiero mucho"! —Pero...— intentó rechazarlo. —¿Pero qué? ¡No me des más vueltas, Corazón! Ve y haz lo que te dije que hagas. No te preocupes por el gasto, ni tampoco pienses en que molestas acá. Ya, cuando ustedes estén bien y seguros, veremos cómo nos organizamos. No tengo problema, de eso... — insistió él demostrando de esa forma un tanto cariñosa que comenzaba a perder la paciencia — ¡Pero! Grábate esto y muy bien para que no se te olvide: Ni de broma creas que te dejaré quedarte allí. No puedo hacer más desde donde estoy, sino, lo haría. Pero, da la casualidad que tengo un departamento de cuatro habitaciones, en donde pueden estar tus hijos tranquilos. Dinero no falta, hasta podría decir que me sobra, porque soy de bajo presupuesto si estoy solo. Además, pensalo así: estoy lo suficientemente alejado del loco ese como para que ustedes puedan estar a salvo y a mi tía nadie la moleste... Así que ¿Cuál es el inconveniente que tenés, Corazón? Dímelo, por favor, así veo como puedo resolver las cosas para que puedas venir. Abigail no respondió, ya había llegado a su destino. Además, tampoco sabía que responder. Sin embargo, la llamada no finalizó allí. Él seguía del otro lado de la línea. Él la esperaba, paciente, como siempre había sido. Esperaba una respuesta, que sabía muy bien que llegaría. —En un rato te llamo... — respondió ella y eso fue todo lo que él necesitó para cortar con la llamada.

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