bc

Vástagos del dolor

book_age18+
0
FOLLOW
1K
READ
revenge
BE
opposites attract
curse
mafia
heir/heiress
no-couple
kicking
scary
like
intro-logo
Blurb

Después de haberlo tenido todo, su mundo se derrumbó. No había sido capaz de

apretar el gatillo y ahora el dolor amenazaba con destruirlo. Ansioso por calmar los

susurros culposos que lo asechaban, silencia la voz de su razón y se deja arrastrar por

el rencor. Entonces su vida da un vuelco y ya no es capaz de reconocerse a sí mismo. En es

entonces sucedió…Ella apareció en el medio del caos regresándolo a la vida,

mostrándole una salida.

Pero cuando el destino vuelve a colocarlo en una encrucijada, debe decidir entre la

redención y la perdición. La primera vez, sumido en el dolor, no había sido capaz de

impedir que una vorágine de sentimientos lo empujara hacia el abismo. ¿Podría hacer

algo esta vez? ¿Podría impedir que sus ansias de protegerla lo transformaran en un asesino?

chap-preview
Free preview
Prólogo.
El humo del cigarrillo se esparcía como un manto ceniciento por la habitación. Hedía a alcohol, a perfume dulzón, a cuerpos empapados de sudor. La tenue luz de una lámpara irrumpía en las sombras y le daba al lugar un inquietante aire fúnebre. Hacía calor, aunque afuera el viento frío bramaba como un animal hambriento y el invierno se adueñaba de esa oscura selva de cemento. La penetrante mirada de Frank recorrió todo el lugar y regresó al rostro de ella. Le sorprendió ver que la mujer le rehuía la vista mientras sonreía tímidamente como una niña. Alzó una ceja con escepticismo y, una vez más, aspiró el humo del cigarrillo. Entonces, con gesto inexpresivo, volvió a contemplarla a través del manto vaporoso que dejaba el humo. —¿Nerviosa? —le preguntó con un ronco susurro. La mujer volvió la vista hacia él y alzó el mentón antes de responder: —No. ¿Debería estarlo? Frank esbozó una sonrisa retorcida y apagó el cigarro en el cenicero. Luego entrecerró los ojos y se reacomodó en el sillón mientras se pasaba una mano por el pelo. —No—replicó—. No tienes nada que temer. Las miradas de él y la mujer se cruzaron por un leve segundo. Sin murmurar palabras, Frank se incorporó lentamente del sillón y caminó hacia ella. La mujer le sonrió coquetamente, se levantó un poco el vestido y abrió las piernas. Frank la miró sin pestañear y sin soltarla mientras le tomaba la cara entre las manos y comenzaba a besarla. Fruto de la excitación, la mujer se retorció entre los brazos que la apretaban y soltó un leve quejido. El olfato se le repletó de un aroma ya conocido. El hombre olía a tabaco, a ron. Su corto pelo n***o olía a menta y su cuerpo expelía una excitante mezcla de perfume y sudor. Enardecido por el calor de los besos, Frank le descorrió el pelo que le cubría el cuello y le besó la delgada clavícula. Sintió el agrio sabor de ese penetrante perfume dulzón en los labios, pero no aflojó; siguió recorriendo esa tersa porción de piel con la lengua, repletándose la boca de un olor agridulce, degustando el sabor de esa excitante mujer. Al sentir que una lengua pulposa le lamía la carne, ella se retorció de placer. Volvió a soltar un quejido mientras apegaba su cuerpo al cuerpo de él. Con una mano enorme y morena, él la tomó por el cuello y le empujó suavemente la cabeza hacia atrás. Entonces se tomó un momento antes de continuar mientras miraba la lisa, pecosa piel de la garganta. Al distinguir que un diminuto crucifijo se escondía en el pronunciado escote de ella, Frank alzó las cejas con un gesto de sorpresa. «Que ridículo»—pensó y cogió el colgante con los dedos. Irremediablemente pensó en su madre. Ella, al igual que esta otra mujer, cargaba con un viejo crucifijo en el cuello como un signo de su exacerbada religiosidad. Pero esta muchacha no era ni sería, jamás, como su madre. —Así que eres católica—le dijo con una extraña sonrisa. La mujer se incorporó sobre los codos y frunció el ceño. —Sí, y ¿tú? Frank soltó el crucifijo y alzó la vista hacia ella. —Tal vez cuando era niño creía en esas cosas, pero ya estoy muy grande para creer en amigos imaginarios. —Sonrió con sorna y se acercó hacia ella—. Mejor guardamos silencio y nos dedicamos al pecado del cuerpo. La mujer parpadeó como si no lo hubiese escuchado. Indiferente a la reacción de ella, él le enterró la nariz en el cuello y volvió a lamer esa tersa porción de piel. La mujer, muda, se mordisqueó el labio y se dejó hacer. Con un gesto firme, pero suave a la vez, Frank le echó el cuerpo encima y la empujó hacia el lecho. La mujer, encendida por el deseo, jadeaba. Él, en cambio, respiraba sosegadamente. Con toda la calma que le caracterizaba, Frank le quitó el vestido y le apartó el sujetador que cubría los turgentes senos. Aun en la penumbra distinguió la piel blanquecina del pecho, los pezones erizados por el deseo. La clavícula huesuda semejaba una filosa espada y el tórax era una frágil jaula sobresaliente que subía y bajaba al compás de una acelerada respiración. Pero los pechos eran como dos enormes montañas rígidas, que contrarrestaban poderosamente con la evidente fragilidad del cuerpo. Parpadeó. ¿Cómo era posible que la mujer cargara con ese peso? Ajena a los pensamientos de él, la mujer arqueó la espalda hacia atrás y levantó el pecho. Su pelo, largo y amarillo como el trigo, se esparció sobre la almohada mientras la blanca piel de sus senos resplandecía como un pálido lucero. Bajo la desvaída luz de la lámpara, el brilloso crucifijo resplandeció. Frank la miró con atención, aunque su cara no denotaba ninguna emoción y en sus ojos, fríos como el hielo, se asomaba el tedio. Era lo de siempre. Había hecho lo mismo cientos de veces. Amaba a las mujeres, pero esos encuentros furtivos y banales ya no lo satisfacían como antes. Súbitamente, la mujer le aferró las manos en los hombros y lo empujó hacia ella. Frank sintió la fuerza de esos dedos, el brío que despertaba el deseo. Al sentir el peso tibio de ese cuerpo sobre el de ella, la mujer se quejó como un cachorro y le rodeó la gruesa espalda con las piernas. Él levantó la vista hacia ella mientras sentía que el vigor de su cuerpo se le arremolinaba en la entrepierna. En ese momento, una voz emergió de la nada y alguien golpeó bruscamente la puerta: — ¡Frank! ¡Sé que estás aquí! ¡Abre la maldita puerta! La mujer, sobresaltada, se lo quitó de encima de un solo empujón y, media desnuda, se acurrucó en un rincón. Frank colocó los ojos en blanco y soltó un ruidito de fastidio. —¡Lárgate, Max! —bramó—. No tienes nada que hacer acá. —Miró a la mujer y susurró—: Tranquila. Es el imbécil de mi hermano. La mujer solo atinó a asentir porque no supo que más hacer. Antes de que Frank pudiese ponerse en pie, Max volvió a gritar: —¡Si no abres la puerta, la voy a romper! Frank, con la cara encendida de rabia, se puso en pie y caminó hacia la puerta. A través de los muros oyó un rumor en el que se mezclaban risas y murmullos. Endureció la expresión y abrió. —¿Qué mierda quieres?—le preguntó. Max lo miró con el ceño fruncido y sonrió. Frank lo observó sin pestañear y sin soltarlo. Los ojos azules de Max brillaban como los de un niño y en su cara, enrojecida por el vino, se asomaba una mueca maliciosa. Frank meneó la cabeza y volvió a preguntar: — ¿Qué quieres? Max se sorbió los mocos y soltó un escupitajo al suelo. — Sabes muy bien porqué estoy aquí. —Lo hizo a un lado con un brusco empujón e ingresó. Miró a la mujer semidesnuda y alzó una ceja —. ¿ Y esta? —¿Qué mierda te importa? —replicó Frank con rabia. Caminó hacia la chica y le susurró—: Perdona, no sabía que vendrían. Te llamaré un taxi. Max soltó una grotesca risotada que reprimió enseguida y replicó: —Si quieres yo termino tu trabajo. Frank se volvió a mirarlo bruscamente. En su rostro inexpresivo brilló un relámpago de rencor. —Espérame afuera, imbécil. Max no se movió. Frank se lamió los labios y miró a la mujer desde su lugar. Con el rabillo del ojo vio cómo Max, azuzado por el orgullo, apretaba las manos y tensaba el mentón. Sintió ganas de abofetearlo, pero se reprimió. El hedor a alcohol de Max llegó hasta él como una bocanada penetrante y fétida. Frank sacudió la cabeza. Con un gesto de hastío resopló y miró a su hermano por sobre el hombro. Max, con los ojos fijos en la mujer, no le prestó atención. Frank se irguió y la rabia anterior fue sustituida por una extraña mezcla de apatía y rencor. —Te largas ahora—le dijo con una voz que no aceptaría réplicas. Max parpadeó. Los ojos penetrantes, la tensión del cuerpo, la frialdad de las palabras, le parecieron intimidantes. Por un momento creyó estar parado frente a su padre. Algo acobardado, tragó saliva, giró sobre sus talones y se alejó. Sin prestarle atención, Frank caminó hacia una pequeña mesa y tomó el móvil. Entonces marcó un número, murmuró unas palabras en voz muy baja y luego cortó. Enseguida, se volteó hacia la mujer, se pasó una mano por el pelo y le dijo: — Vístete, que el taxi ya viene en camino. Fue un placer. La mujer, muda, lo miró. Sin darle tiempo para replicar, Frank cogió el abrigo y se marchó. ººº El relente helado lo hizo temblar, pero le despejó el rostro del olor de ese maldito perfume. Antes de que pudiese murmurar alguna palabra, Max lo tomó de un brazo y le dijo: —No puedes negarte. No esta vez. Eres el hijo mayor, y debes comportarte como tal. Frank dio un paso atrás y se desasió de él con un brusco empujón. —Nunca me he inmiscuido en estos asuntos y no lo haré ahora. Max alzó una ceja con escepticismo. — Te niegas a ser parte del juego, pero disfrutas de todos sus beneficios. Si mal no recuerdo, te criaste y estudiaste gracias a estos asuntos. Frank lo miró fijamente y echó la cabeza hacia atrás como si fuese un peligroso animal agazapado en la oscuridad. Con un gesto indiferente y sin quitarle la vista de encima, encendió un cigarro. —No me puedes obligar. Soy abogado, no un asesino a sueldo. ¿El viejo sabe de esto? Max bufó como un caballo y se frotó las mejillas con las palmas de las manos. Estaba harto. —No, pero también lo estaremos protegiendo. Escucha: aunque no te soporte, eres mi hermano. Esto no es una cuestión de negocios, es un asunto de familia. Los Caputo ya soltaron a sus perros y no se detendrán. Todos corremos peligro, incluso mamá. Frank parpadeó como si no lo hubiese oído y aspiró profundamente el humo del cigarrillo. — ¿Qué tiene que ver ella en todo esto? —Nada. Pero la venganza de los Caputo no respetará a nadie. Eliminamos al viejo, ahora ellos querrán matar a los nuestros. Tengo que matar a Dino y así terminará todo esto. Frank endureció la expresión. —No creo que le hagan algo a ella. No se atreverían a tanto. —Nos darán donde más nos duela, Frank. Y ellos saben que el golpe no sería tan doloroso si cayera sobre el viejo. Frank tragó saliva. El solo hecho de imaginar a su madre muerta le resultó doloroso. Una vez más, aspiró el humo del cigarrillo. —No me manipules, Max. Sabes muy bien qué significa mi madre para mí. Si me estás mintiendo… — Tosió y trató de continuar, pero no lo logró. —Nunca utilizaría a mi madre para esto, maldito estúpido. No eres el único que la ama. No te sientas dueño de su amor. Frank, ensordecido por el batir de la sangre en los oídos, escuchó las palabras de Max como un suave murmullo. Sudó y las rodillas le temblaron. ¿Podía seguir negándose a participar en esos asuntos? ¿Podía ignorar que la vida de su madre estaba en peligro? Una parte de él anhelaba largarse de allí y no volver jamás, pero la otra estaba contrita. Sabía, a ciencia cierta, que si algo llegaba a pasarle a su madre no se lo perdonaría nunca. Ceñudo, levantó la vista y miró a su hermano una vez más. Max también lo observaba. Frank sintió vergüenza y miedo. Ya no podía seguir rehuyendo esa vida, por más que deseara hacerlo. —Está bien—le dijo con un carraspeo—. Esta vez seré parte de esto, pero luego me largo. Max asintió con un hosco gesto. Luego se volteó hacia sus hombres e hizo un gesto con la cabeza indicándoles que se acercaran. Frank les dio la espalda, apretó los dientes y encendió otro cigarro. ººº Frank imaginó lo que dirían las portadas de los periódicos cuando se enteraran de la muerte del único hijo del viejo Caputo. Despreciaba el sensacionalismo de los periodistas, el morbo con el que indagaban en cada noticia. No solía leer el periódico, tampoco miraba los informes diarios en los canales de noticias. Quizás, era porque estaba harto de escuchar el nombre de su padre en boca de esos periodistas o, tal vez, porque le avergonzaba que lo relacionaran con él. Cada vez que alguien lo reconocía como el hijo mayor de Magno Montanari sentía que se ahogaba, envuelto en el aire rancio de toda esa inmundicia. Desde siempre se había negado a ser parte de eso, y el solo hecho de verse involucrado con la mafia le provocaba repulsa. Buscaba la compañía y los placeres que le brindaban las mujeres para olvidarse del vínculo que lo ataba a su padre. Con ellas no había violencia, tampoco sangre; solo encontraba belleza y placer entre esos tibios muslos suaves. Al lado de su padre había conocido el miedo, los gritos, la muerte, el desespero; nada que pudiese reconfortarlo, nada que pudiese enorgullecerlo. Lo quería, tal vez de forma rencorosa y dañina, pero reconocía que entre ellos existía un poderoso vínculo que jamás se destruiría. Aunque cada vez que lo miraba y pensaba en la cantidad de sangre que había derramado para amasar su inmensa fortuna, el rencor volvía a golpearlo y la rabia en su pecho crecía. Por eso lo ignoraba, lo despreciaba, lo contradecía, por eso se mantenía lejos de su madre y de su familia. El potente ruido de un disparo lo sacó de su meditación. Abrió los ojos de golpe y miró alrededor: estaban en las afueras de la ciudad, en un estrecho y oscuro callejón. Tragó saliva e inhaló profundo. Los hombres de Max se habían adelantado y se encontraban en un peligroso vaivén de fuego cruzado. Frank, imperturbable, abrió la puerta del carro. En el interior del vehículo se percibía el aire caliente, pero afuera el frío llegaba a cortar. El callejón apestaba a orines, a vómitos, a sangre y, quizás, a cuantas cosas más. Con un gesto indiferente se arrebujó en los pliegues de su grueso abrigo n***o y centró la vista al frente: el lugar estaba vacío, sin rastros de gente. De improviso, un gato soltó un maullido y saltó a un bote de basura. Frank, algo sobresaltado, lo miró por sobre el hombro y encendió otro cigarro. En ese momento, Max apareció a su lado y le acercó un revólver a la mano. — Tómalo, defiéndete—le dijo. Frank lo miró con la incomprensión de un niño de pocos años. Segundos después y sin saber cómo se descubrió con el revólver en la mano. Bajo los dedos, sintió la fría textura del metal, el peligroso peso de esa arma letal. Sin decir nada, bajó la mirada y se miró las manos: los dedos le temblaban profusamente y un repentino sudor le mojaba las palmas. A una corta distancia escuchó el estrepito de un seco disparo. El corazón le dio un vuelco y arrojó el cigarro lejos. Entonces cerró los ojos y apegó los dedos al revolver. De improviso un hombre, pistola en mano, corrió hacia ellos. Frank parpadeó como si no diera crédito a lo que estaba contemplando y miró al hombre con ojos desorbitados. Max dirigió el cañón hacia el enemigo y disparó. El seco sonido del disparo hizo eco en el callejón. El desconocido logró rehuir el impacto y apegó el cuerpo a la pared. Max se ocultó detrás de un tacho de basura y siguió disparando. —¡Dispara, maldito estúpido! —gritó, pero Frank ni se inmutó. El hombre volvió a disparar. Frank, ensordecido por el miedo, escuchó que algo pasó muy cerca de él. Fue como si un enjambre de insectos le hubiese revoloteado por el oído para luego alejarse y reventarse bruscamente contra la pared. Invocado por el miedo, el mundo le dio vueltas por un par de segundos. Parpadeó. Todo le parecía irreal como un sueño del cual no lograba despertar. Max, desesperado, salió de su improvisado escondite y volvió a disparar contra el enemigo. La bala impactó en un muro. Con el rostro contraído y los ojos desorbitados, se volteó hacia su hermano y volvió a gritar: —¡Dispara, maldito cobarde! Frank, todavía en shock, se volvió hacia el enemigo y estiró el brazo con un gesto nervioso, la mano crispada, el dedo apegado al gatillo. En ese momento el mundo guardó silencio y solo escuchó el sonido de su propia respiración. Súbitamente, otro estruendo de bala restalló en el callejón. Frank, todavía con el arma en la mano, retrocedió unos pasos. Entonces, por sobre el seco sonido del disparo, escuchó una débil voz: —Me dio. El maldito me dio en las costillas. Dispárale, imbécil, o nos matará a los dos. Frank se volvió hacia el eco de aquella voz y vio a Max tendido sobre el costado, tratando de respirar. La sangre le escurría por el brazo izquierdo dejando un rastro curvo en el suelo. El miedo lo paralizó mientras Max seguía gimiendo, doblado sobre sí mismo. Rápido como una exhalación, el hombre se aproximó hacia ellos y encañonó el arma en su dirección. Frank volvió la vista hacia él. En su rostro, pálido como la masa cruda, brillaron sus ojos desorbitados. —¡Dispara! La voz de Max le restalló en los oídos por interminables segundos. Frank miró al hijo de Caputo, levantó el arma y lo apuntó. El hombre sonrió con sorna y alzó el mentón. —Esto es por mi padre—le dijo Dino—. Di su nombre, maldito hijo de puta, antes de que te mate. Frank, aturdido y sin saber si le había comprendido bien, balbuceó: —Caputo. Gino Caputo. El hombre volvió a sonreír y apretó el gatillo. La bala no salió. Nuevamente jaló del gatillo, pero una vez más nada sucedió. Entonces Max, desde el suelo, gritó: —¡Mátalo ahora, Franky! El hombre alzó las manos y miró a Frank con atención. Estaba perdido y sabía que solo le quedaban un par de segundos. Frank, absolutamente apabullado, parpadeó reiteradamente y lo apuntó con el arma. El hombre soltó un quejido y se llevó una mano al pecho. Aun en la penumbra, Frank logró divisar la mancha de sangre que le ensuciaba el abrigo. En el pecho fornido se destacaba una herida profunda que parecía bajar desde el esternón hasta el ombligo. Dino Caputo estaba gravemente herido. — ¡Que lo mates, miserable cobarde! —volvió a gritar Max con las últimas fuerzas que le quedaban. Caputo se irguió como pudo y centró sus ojos agónicos en Frank. Frank lo miró y sintió que las vísceras se le disolvían en un líquido espeso y frío. Cerró los ojos y quiso disparar, pero su dedo no respondió a la voz de sus pensamientos. Entonces, herido y astuto como un felino, Dino aprovechó su oportunidad y se alejó corriendo torpemente por el lugar. Luego de unos segundos, Frank abrió los ojos y miró alrededor: no había rastros del bastardo de Dino y Max yacía medio muerto en el piso. Sin detenerse a pensar, Frank se abalanzó sobre su hermano y se arrodilló a su lado. El aire olía a basura, a mierda, pero, debajo del olor a desperdicios, percibió un tufo a sangre que llegaba a ser escalofriante. Era como una brisa que no le permitía respirar con normalidad, un vaho luctuoso que contaminaba el aire. La muerte estaba cerca, manchada con la inmundicia que expelía todo lo que tocaba su padre. Con los ojos repletos de lágrimas, nuevamente echó un vistazo alrededor: los hombres de Max no estaban, por lo que asumió que debían estar todos muertos. Solo quedaban ellos dos, y de él dependía que el otro hijo de su madre siguiera con vida. Entonces apartó el pasmo de su mente, volvió la vista hacia Max y susurró: —Resiste, Max. Con manos torpes por el nerviosismo, cogió a su hermano entre sus brazos y lo levantó. A lo lejos un perro aulló. ººº

editor-pick
Dreame-Editor's pick

bc

La Venganza De Emily

read
6.5K
bc

LA EMPLEADA DEL CEO.

read
57.5K
bc

volveras a ser mía.

read
69.7K
bc

Traicionada desde el nacimiento - La hija no valorada del Alfa

read
67.6K
bc

LISTA DE DESEOS

read
4.7K
bc

La Esposa Obligada

read
2.7K
bc

La alfa Danna, reina de los lobos sin humanidad y los lobos desterrados

read
61.3K

Scan code to download app

download_iosApp Store
google icon
Google Play
Facebook