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Mientras duermes

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Blurb

La muerte de Bea hace que Mili reviva el dolor de perder a un ser amado. En el proceso de darle el último adiós a su hermana, Mili recuerda a Paulo, el amor de su vida, a quien la muerte se lo arrebató. Sin embargo, la pérdida de su amor eterno hizo que Mili despierte un don: el de poder conectarse con los espíritus mientras duerme.

Ninguno de los amigos aceptaba la presencia de Dante en los funerales de Bea. Ese hombre había sido su gran amor, pero también el que más daño le hizo. Él está arrepentido y muy dolido por la muerte de quien fuera su esposa, ya que con ello perdió la opción de rogarle por una segunda oportunidad.

Andreas es el hijo producto de la traición, una que se gestó por el deseo de ser padre. Al nacer con trastorno del espectro autista es rechazado por su madre biológica, pero la que siempre debió serlo pedirá ayuda desde el mundo espiritual para enmendar el destino que el libre albedrío enredó.

La segunda oportunidad para el amor de Bea y Dante se da cuando Mili comparte con él lo que debe hacer para conectarse con el mundo espiritual y así volver a estar cerca de su amor eterno. Quienes debieron ser madre e hijo se conectan por el don de ver a los espíritus. Así una familia logra reunirse y vivir entre dos mundos.

"Mientras duermes" es un drama paranormal donde se mezcla situaciones que pueden suceder en cualquier relación de pareja y de familia entre espíritus, que visitan el mundo material, y humanos, que mientras duermen sus almas se transportan al mundo espiritual, conectando así a los seres que están destinados a amarse más allá de la muerte.

Obra registrada en SAFE CREATIVE

Bajo el código 2210052190835

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Parte 1: Capítulo 1
Las últimas dos semanas han sido muy duras. Verla morir ha dejado en mí un vacío que no sé cómo voy a llenar. El cáncer la venció; por más que luchó no logró superarlo. Cuando digo «superarlo», ¿me refiero a la enfermedad o a él? Bueno, al no superarlo a él no superó a la enfermedad, así que, al referirme a uno, lo hago con el otro. Mi hermana era una mujer hermosa, inteligente, de carácter fuerte, amable, muy amiguera, divertida, muy querida. Desde que éramos niñas siempre mostró su intensa luz, una que pensé que nadie podría apagar, pero me equivoqué. Beatriz, «Bea, para los amigos», como siempre decía al presentarse ante alguien que le caía bien al solo mirarlo -algo que pasaba demasiado frecuente, ya que a ella nadie le caía mal-, ya no está. Me tengo que repetir varias veces que ya se ha ido porque no lo puedo creer. Por más que la haya visto soltar su último suspiro, por más que haya oído el sonido que hizo la máquina a la que estaba conectada cuando su corazón dejó de latir, por más que haya dejado que se lleven su cuerpo cubierto por una sábana blanca hacia la morgue del hospital, por más que haya hecho los trámites para que emitan su partida de defunción, no lo puedo creer. - Milagros, debes coordinar todo para el entierro de Bea -escucho que dice Braulio, pero no quiero dar la señal de que presto atención-. Pequeña Mili, mírame, debes avanzar, y para ello hay que enterrar a Bea, yo te ayudo –me dice tomándome de ambos hombros y moviendo la cabeza al buscar mi mirada. Braulio es un amigo de nuestra niñez. Lo conocimos cuando él tenía seis años, Bea cuatro y yo apenas dos, por lo que desde mis primeras memorias tengo su rostro en mi mente, evolucionando hasta verlo como el hombre que es ahora. Braulio es cirujano cardiovascular, y ha estado muy pendiente de Bea. Su esposa, Patty, es médico también. A ella la conoció gracias mi hermana, quien se hizo su amiga mientras compraban vestidos para una de las tantas fiestas de graduación a la que invitaron a Bea por el año 2000. En ese entonces Patty salía con un estudiante de ingeniería industrial que se graduaba ese año, e iría a la fiesta que coincidentemente Bea asistiría por ser invitada de Jaime, Arturo y Sandra. Sí, mi hermana tenía tres invitaciones para la misma fiesta, así de popular era. Poco después el ingeniero industrial se fue a hacer una maestría a España y nunca más regresó, dejando a Patty con el corazón destrozado, ahí Braulio vio su oportunidad. En verdad, la oportunidad la vio Bea y animó a Braulio a acercarse a una desconsolada Patty que poco a poco encontró todo lo que quería de un hombre en él. Así el cirujano cardiovascular sanó el dolido corazón de la pediatra y Bea sumó un nuevo triunfo a su lista de “amigos emparejados”, ya que le gustaba ver a la gente feliz y enamorada. - Braulio, ¿podrás comunicar entre los amigos y conocidos de Bea lo que ha sucedido? -pero qué difícil se me hace mencionar que ya partió hacia su destino eterno. - No te preocupes. Patty no está con nosotros porque ha ido a publicar en el diario el obituario por nuestra Bea -su voz se quiebra un poco y eso hace que me duela más. Braulio, al igual que yo, sufría-. También dejará un mensaje por f******k e ** etiquetando a las cuentas de Bea para que todos sus contactos se enteren en donde estaremos velando sus restos y el día del entierro. Segundos después de que Patty posteara sobre el fallecimiento de mi hermana, cientos de mensajes inundan las r************* de Bea y empiezo a recibir llamadas, mensajes y hasta correos de muchos amigos que no creían lo que había sucedido. Y es que Bea no comunicó a todos lo de su enfermedad, solo a los más allegados, que de por sí ya eran varios, muchos más de lo que cualquier persona tendría, ya que mi Bea siempre fue muy querida. Patty y Andrea -otra amiga muy cercana de Bea que era enfermera en el hospital- me ayudan a vestir y maquillar el c*****r de mi hermana. Ella no era vanidosa, pero al conocerla sabía que no le gustaría que la vean así: sin cabello, extremadamente delgada y muy demacrada. Le ponemos un lindo pañuelo n***o cuyos extremos caen sobre sus hombros para ocultar lo que la quimioterapia causó en su cuerpo. Le colocamos un bonito vestido que llega hasta sus pantorrillas y cubre sus muy delgados brazos. La maquillamos delicadamente para cubrir las enormes ojeras y no destacar sus muy marcados pómulos por todo el peso que perdió durante los últimos dos años. Hago todo este ritual con lágrimas cayendo y mojándolo todo. Patty y Andrea empiezan a contar algunas anécdotas que tuvieron con mi hermana sobre compra de ropa y el uso de maquillaje, tratando de distraer mi mente y así no sufrir más, pero no es de gran ayuda. Con Bea ya lista, los de la funeraria terminan el trabajo que comenzaron antes de que la vistiéramos, aquel que permitirá que sea velada por dos noches con el féretro abierto, de ahí la pondrán en el ataúd y la trasladarán a la casa paterna en donde Bea y yo crecimos, en donde le daremos el último adiós. Estoy llegando a casa y veo a César, gran amigo también de nuestra niñez, quien está aquí para ayudar a sacar los muebles de la sala y del comedor, espacio en donde los de la funeraria han armado el velatorio y puesto el ataúd con Bea adentro. Él es psicólogo y desde que se le detectó la enfermedad a mi hermana quiso ayudarla en deshacerse de las emociones y sentimientos que le causaron el cáncer, según indican los estudios que validan los post grados que había realizado sobre la repercusión de las emociones y sentimientos en la salud del cuerpo humano. Así como a Braulio, a César lo conocimos en el barrio, desde muy niños. Él es más joven que nosotros, tres años menor que yo, pero eso nunca impidió que Braulio con Gerónimo y Sergio lo camuflaran y llevaran a las discotecas cuando aún era un colegial menor de edad. Junto con los antes mencionados mueve los muebles de la sala y el comedor hacia el estudio que fuera de papá y la sala de costura de mamá, despejando el espacio en donde solo falta acomodar el sinfín de flores que llegaron y las sillas en donde se sentarán aquellos que quieran acompañarme para decirle «hasta pronto» a mi querida Bea. - Mili, ¿podemos hablar? -pregunta después de que los de la funeraria dejaran listo todo, incluida a mi Bea en su féretro. - Sí, ¿de qué quieres hablar? -inquiero sorbiendo mi nariz. - De Bea. No quiero que te pase lo mismo que a ella -esas palabras me conmueven. Hay súplica en la voz de César. Vamos a mi habitación previo pedido a Braulio, Gerónimo y Sergio de que se encarguen de recibir las sillas y las compras del supermercado para preparar el café y emparedados que compartiremos con quienes vengan a despedirse de mi Bea. - ¿Qué tienes que decirme sobre Bea? -pregunto cansada por todo lo acontecido. - Que ella se dejó morir -escuchar eso me destroza más. - Eso es imposible -niego casi cayendo en la desesperación-. Ella amaba a la vida, eso que dices no es verdad. - Amaba a la vida hasta que pasó lo de Dante. Bea conoció a Dante cuando tenían diez años, en el primer día de clases de la escuela por el año de 1988. Era el niño nuevo, y a ella la enamoró con el simple hecho de existir. Con él, Bea supo lo que significa “preferencias sexuales”, dos palabras que siempre escuchábamos decir a nuestros padres y sus amigos cuando hablaban del tío Ricardo, hermano menor de papá, de quien nos dimos cuenta que era abiertamente homosexual cuando llegamos a la adolescencia y entendimos el término. Dante hizo que Bea entendiera a los diez años que era heterosexual, y que amar al tío Ricardo no haría que fuera como él, según palabras malintencionadas de la tía Gema, hermana mayor de mamá que quiso ser monja, pero la rechazaron por no demostrar muy buena fe y amor a la creación al haber ahogado a los gatitos de una gata callejera que parió dentro del convento en donde ella hacía su noviciado. Dante Castello fue el primer y único amor de mi Bea, ese que nació de la pureza e inocencia de la admiración en la niñez y creció hasta llegar a conocer el deseo y la pasión desenfrenada en la adultez. Dante era todo el mundo de Bea, y eso que ella siempre estuvo rodeada de mucha gente que la amó y se desvivía por llamar su atención, pero ella solo tenía corazón y ojos para Dante. A los catorce años, el amor eterno de mi hermana abrió los ojos y contempló la belleza, en cuerpo y alma, de Bea. Tras hacer tal descubrimiento, Dante comenzó a alejarse de mi hermana. Hacía que su madre le dijera a Bea que no estaba en casa cuando en realidad se encontraba escondido en su cuarto cada vez que mi hermana iba a buscarlo, o hacía como que no la veía cuando pasaba en el auto de sus padres por nuestra casa y Bea se desarmaba gritando y haciendo movimientos con sus brazos para que él la viera. A los chicos del barrio no les gustó para nada ver a Bea triste, ellos decían que ella era la luz del vecindario, y aunque Dante vivía a solo tres cuadras de nosotros, ellos afirmaban que él no era parte del grupo, peor cuando notaron que despreciaba a Bea. Un día, hartos de ver cabizbaja a mi hermana, “los socios de la conquista” -como los adultos llamaban a Braulio, Gerónimo y Sergio, asemejándolos con Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque por andar juntos, haciendo cada tipo de proeza que los calificaba la gran mayoría de veces como niños inquietos, otras como buenos muchachos y algunas como grandes idiotas- decidieron ir a confrontar a Dante. En esa época, Gerónimo estaba en segundo año de la universidad con dieciocho años, Sergio acababa de ingresar a su facultad con diecisiete y Braulio estaba en el ultimo año de secundaria con dieciséis, por lo que ir a “hablar” con un chiquillo de catorce se veía un poco abusivo. «No te preocupes, Mili, te prometo que no lo vamos a abollar, solo queremos entender su puta actitud con Bea», aseguró Gerónimo, y yo, con doce años, agrandé los ojos al tamaño de unos grandes platillos redondos al escuchar que decía la palabra que mi mamá siempre me prohibió repetir por ser muy ofensiva. Como no podía ir con ellos, Braulio me contó lo que sucedió esa tarde en que los tres intersectaron a Dante, quien iba en su bicicleta, cerca del parque. Lo llevaron sin que nadie los viera al callejón que quedaba entre los restaurantes del pequeño boulevard y el colegio inicial del barrio. Ahí, sin introducción alguna ni delicadeza, Gerónimo, como amigo mayor y muy preocupado por mi hermana, le preguntó a Dante qué mierda le sucedía con Bea, por qué el desprecio y la mala actitud con ella. Braulio me dijo que al principio Dante negaba lo que Gerónimo preguntaba, lo que hizo que Sergio estallara en cólera y pisara con furia los radios de una de las ruedas de la bicicleta, haciendo que esta no pudiera ser usada si no cambiaban el neumático estropeado. Esa reacción asustó al chiquillo inquirido por los mayores, y comenzó a llorar. Ante ello, los tres grandotes -porque “los socios de la conquista” ya habían desarrollado sus cuerpos para ese tiempo y los tres superaban el 1.80 m, cosa que Dante aún no experimentaba, por lo que mantenía un escaso 1.62 m- se asustaron y comenzaron a tratar de calmar al chiquillo. «Hasta me imaginé en la cárcel por haber acosado a un menor de edad, ya que era un adulto al tener dieciocho años», recuerdo que Gerónimo dijo en una de las tantas fiestas en que conversando y recordando anécdotas de nuestra niñez llegó a nuestra memoria la confrontación que le hicieron a Dante. Ante la situación, Braulio me dijo que tomó el control y fue quien empezó a hablar con Dante. Poco a poco logró que el chiquillo dejara de llorar y les abriera su corazón. La verdad era que había descubierto que Bea era hermosa en todas las formas posibles, y a él le daba vergüenza sentir ciertas cosas que sucedían en su cuerpo cuando pensaba en mi hermana, y por ello creyó que mejor sería alejarse de ella. Sí, Dante tuvo sus primeras erecciones y sueños húmedos pensando en Bea. Cuando los defensores de mi hermana escucharon su confesión empezaron a reír a carcajadas. El chiquillo sintió que se burlaban de él y se apenó, pero de inmediato los mayores negaron que sus risas fueran por él, sino que eran por todo lo que ellos imaginaron al creer que Dante ya no quería ser amigo de Bea. Después de llevar la bicicleta a reparar, para que los padres de Dante no supieran lo que sucedió, fueron a su casa para compartir con él consejos de hombres. Encerrados en el cuarto de Dante, los tres comenzaron a explicarle lo que pasaba con su cuerpo. No entendí por qué Dante no le preguntó a su padre sobre lo que le sucedía hasta que conocí al Señor Luigi Castello. Siempre fue un hombre frío y muy alejado de sus hijos, a quien solo le preocupaba que nada material falte en su casa, que su esposa y sus hijos tengan lo mejor, que la educación de sus vástagos sea de primera, pero para ello se la pasaba trabajando, y cuando estaba en casa no quería ser molestado con preguntas ni lloriqueos porque solo quería descansar. Al pobre Dante se le hacía un mundo al no saber a quién preguntar sobre lo que le pasaba, ya que le daba vergüenza hablar con su mamá y solo tenía dos hermanas mayores, así que “los socios de la conquista” aparecieron en el momento indicado. Al día siguiente de la confrontación y charla que sostuvo con Braulio, Gerónimo y Sergio, ya en la escuela, Dante cambió pupitre con un compañero para estar detrás de Bea. Cuando ella lo vio esperándola con una sonrisa y sus galletas favoritas, siempre contaba mi hermana que se emocionó tanto que lo abrazó llorando y le dijo que lo había extrañado, mientras que él la consolaba acariciando su espalda y amenazaba a los compañeros que empezaban a fastidiarlos por la muestra de cariño que compartían. El siguiente fin de semana, Dante le confesó a Bea lo que sentía por ella mientras comían un helado en el parque. Guiado por los consejos de los muchachos mayores, pudo decirle a mi hermana que pensaba en ella todo el día, que cuando veía su sonrisa, olía su perfume, sentía sus manos al jugar a las cartas, su corazón quería salir de su pecho solo por estar cerca de ella. La confesión hizo tan feliz a Bea que fue ella la que se acercó y le dio un beso que su inexperiencia y nervios hicieron que cayera en la comisura de los labios de Dante. Esa proximidad alentó al muchacho a tomarla por la cintura -dato que le dio Gerónimo y Dante confesara en una de nuestras tantas conversaciones recordando nuestra niñez-, tirar de ella hasta que terminaron sentados muy pegados, y poner un suave y casto primer beso en los labios de mi hermana. Con binoculares desde la azotea de la casa de Braulio, cuya posición hacía que los grandes y frondosos árboles del parque no obstruyeran la visión del magno momento en la vida de ambos niños que despertaban al amor, “los socios de la conquista” vieron la escena y concluyeron que eran buenos consejeros en cosas del corazón, dato que me enteré a los veinte años, cuando me contaron esos detalles mientras asistíamos a la boda de la hermana mayor de César.

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