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#LOVE

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Blurb

Primera parte de la bilogía #OnlineLove

La vida amorosa de Gabriela es inexistente. Sin embargo, empeora cuando sus amigas deciden intervenir creándole un perfil en #LOVE, una aplicación que busca emparejar personas. Con reticencia, decide sumarse al juego, aunque los resultados no son los esperados. Pero todo toma un rumbo diferente cuando aparece Chris en su vida.

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CAPÍTULO 1
Dos años. Dos malditos años habían transcurrido desde que el idiota de Marcus me dejó plantada en el Registro Civil con todos los invitados y la fiesta paga. ¿Saben lo humillante que fue brindar por una boda que no ocurrió? Como no iba a dejar todo pago y pelear para que me reintegraran solo la mitad del dinero, esa noche procuré divertirme con mis amigas y familiares cercanos, los demás se podían ir a la mierda porque se quedaban por chismosos.          Aunque, para ser sincera, debió llamarme la atención que nadie de su familia se presentara, más allá de las distancias que nos separaban. Y los supuestos amigos del novio, con quienes había logrado formar un vínculo muy unido en el poco tiempo que llevaba viviendo en Argentina, asistieron solo porque una invitación estaba en sus buzones, pero en realidad no lo conocían. No puedo creer que haya caído como una tonta.          Y es que, también, era joven e ingenua, creía en todas las mentiras que te venden los libros y las películas románticas de Hollywood, que el chico extranjero que derretía todos los corazones había llegado para ser mi escape de Latinoamérica hacia el sueño americano —si es que realmente era de Estados Unidos— y que sus ojos se iban a centrar solo en mí. Pobre idiota ingenua que creía en una vida color de rosa y todas esas cursilerías baratas que nos venden.          Es mejor que me prepare un café, ustedes pueden hacer lo mismo así, al menos, hacemos esta conversación más entretenida. Aunque sea voy a endulzarlo, porque para cosas amargas ya me basta con recordar mi pasado. Voy a poner mi mayor esfuerzo para que ningún detalle importante se me olvide. Aunque lo mejor va a ser que yo deje atrás esta historia para poder continuar con mi vida.          Todo se remonta al invierno del 2017, a finales del mes de Junio, seis meses después de mudarme a mi nuevo departamento, cerca de la ciudad. Me encontraba en la puerta del edificio revolviendo mi cartera porque, como siempre, se me había perdido la llave entre la cantidad de cosas innecesarias que solía llevar. Como todos saben, las carteras de las mujeres tienen de todo; creo que un día podría llegar a sacar un gnomo de allí. Entre la bronca de no encontrar las llaves, me sentía algo inquieta ante un supuesto camión de mudanzas que estaba parado frente al edificio. Y es que, al vivir en Argentina, no es descabellado temer que el camión se trate, en realidad, de chorros que estudian la zona para asaltar después a quienes viven allí. Cuestión que, ahí estaba yo, revolviendo y revolviendo entre puteadas por ser tan desordenada, cuando un chico que nunca antes había visto me habló con acento muy extraño que no se asemejaba para nada al argentino.          Cuando alcé la vista, me quedé embobada mirando sus ojos celestes, y sí, acá caemos en la cursilería barata de que el color de sus ojos me recordaba el mismo cielo, era como haberme encontrado con un ángel. Que en lo que a mí concierne, descubrí con el tiempo que de ángel no tenía absolutamente nada.          —¿Vos vivís aquí? —me preguntó intentando imitar nuestro acento, lo que me causó gracia porque en él sonaba algo enternecedor y para nada arrogante.          —Sí, sí, yo vivo acá —dije, mientras acomodaba mi pelo porque la brisa que corría se las ingeniaba para despeinarme toda—. ¿Vos venís a ver a alguien?          Me generaba mucha curiosidad que estuviera parado frente a la puerta del edificio, con las manos metidas en los bolsillos y una sonrisa perfecta en su rostro. Pero, ¿recuerdan el camión de mudanzas que mencioné más arriba? Él no tardó en señalarlo con la cabeza. Por estar pendiente de sus rasgos, perdí de vista toda la decoración del fondo.          —Llegué hace poco aquí y no conozco mucho.          —¿Te mudarás a este edificio? —Señalé la estructura que estaba a mis espaldas y él asintió, era claro que me había quedado recalculando lo que pasaba, mirando el camión de mudanzas del cual ya estaban bajando algunas cosas.          —Sí, habían prometido darme un departamento amueblado, pero, como verás, tuve que comprar todo yo —resopló con un poco de amargura. De seguro era un gasto que no se podía permitir si recién estaba llegando al país.          —¿Viniste por trabajo? —La curiosidad pudo más que yo y me animé a preguntarle lo que más pude en poco tiempo.          —Sí, una empresa multinacional. Cada tanto me trasladan, soy un nómada del sistema. —Intentó bromear.          —Disculpá los modales, soy Gabriela —Extendí mi mano para presentarme y él la estrechó de inmediato—, la chica del 5º B.          —Soy Marcus Lawrence. —Su voz sonó más gruesa cuando pronunció su nombre y eso me estremeció. Lo tomé como una buena señal, como el comienzo de algo bueno, épico, una historia llena de fantasía y romance. Pero una vez escuché, por ahí, que el cuerpo reacciona solo cuando está en peligro, y debí tomarlo como una advertencia.          —Bueno —dije, meciendo mi cuerpo como una niña—, creo que soy la primera vecina en darte la bienvenida.          No quiero imaginar la cara de boba que debí tener en ese momento, las mejillas me dolían de tanto sonreír y permanecí en esa posición un rato largo, admirándolo como si fuera el ser más bello con el que me hubiera encontrado. Reaccioné cuando noté que mi actitud lo estaba incomodando y entonces sentí cómo mis mejillas ardían ante la vergüenza que comenzaba a brotar en mí.          —¿Tenés llave? —pregunté para cortar con el momento incómodo, mientras giraba sobre mis talones para seguir revolviendo mi cartera en busca de las benditas llaves.          —Sí. —El tintineo de las mismas en sus manos me regaló cierto alivio, porque significaba que no iba a estar parada ahí afuera por mucho más tiempo.          Marcus abrió la puerta y el portero no tardó en llegar para darnos la bienvenida, de seguro se quedaría a supervisar la entrada mientras ingresaban los muebles del nuevo inquilino.          —Buenas tardes, señorita Ríos —saludó con total amabilidad. Roberto llevaba años trabajando en el edificio y todos le teníamos un cariño enorme. En lo que a mí respecta, era un buen compañero mientras me tocaba esperar a mis amigas para ir a algún bar del centro. Ellas nunca fueron puntuales y él charlaba nimiedades conmigo para asegurarse de que nada me pasara. —Buenas tardes, Roberto. —Le devolví el saludo con una sonrisa. —Veo que ya conoció al nuevo inquilino —dijo, señalando con la mirada a Marcus, quien estaba parado justo detrás de mí dando algunas instrucciones a los hombres de la mudanza. Él volteó a mirarnos en cuanto escuchó su nombre, y saludó al portero con un leve movimiento de cabeza para continuar con lo suyo. Considerando que no tenía nada más que hacer ahí, me dispuse a subir por las escaleras —la mayor parte del tiempo el ascensor no funcionaba—, luego de despedir con la mano a ambos hombres. Recuerdo que pasé toda la noche pensando en Marcus Lawrence, imaginando posibles escenarios en donde me lo volvía a encontrar. Muchas conversaciones tuvieron lugar en mi mente, tenía que estar preparada para que, cuando llegara el momento, no tartamudeara por los nervios y evitar así los silencios incómodos que suelen darse entre dos desconocidos. Sí, las relaciones sociales no son mi fuerte. Esa noche no pude dormir, di muchas vueltas en la cama, me puse boca arriba, boca abajo, me acosté con la cabeza a los pies de la cama, me levanté en la madrugada para comer chocolate —suelo hacerlo cuando tengo ansiedad—, abrí la ventana de la habitación para fumar un cigarro… y nada, absolutamente nada me ayudó a conciliar el sueño. Entonces algo se despertó dentro de mí, por lo que busqué mi laptop, la cual había quedado abandonada en algún lugar del living- comedor, y regresé a la habitación con la misma emoción de un niño cuando está por recibir un regalo. Y mi regalo divino fue la inspiración, después de mucho tiempo volví a escribir. Eso había despertado Marcus en mí. Luego de varias horas sentada frente a la pantalla, con los ojos irritados y grandes bolsas bajo ellos, la alarma de mi celular sonó, advirtiéndome que era hora de prepararme para ir al trabajo. Aunque no tenía muchas ganas de abandonar el departamento y dejar el primer borrador de mi novela a medias, me levanté con desgano de la silla y sentí ese horrible hormigueo en las piernas por pasar tantas horas sentada, sin moverme. No me arrepentí por haberme desvelado, en especial porque el silencio de la noche me había ayudado a escribir los diez primeros capítulos de mi novela. Me di una ducha rápida para espabilarme, puse mucho empeño en el maquillaje para que no se notara que no había dormido nada, me coloqué la ropa que suelo usar para ir a trabajar —una falda ceñida a mis caderas y una blusa de color blanco—, y caminé con rapidez hacia la cocina para prepararme un café bien cargado; ya de camino me compraría varias bebidas energizantes para mantenerme despierta.          Tomé el tapado más abrigado de mi ropero, porque para ese día habían pronosticado frío polar, y salí del departamento con la falsa ilusión de que tal vez me lo encontraría mientras bajaba los cinco pisos por las escaleras; sin embargo, eso nunca sucedió. Le resté importancia porque sabía que en algún momento del día me lo iba a cruzar, y caminé hacia la parada del colectivo para ir a trabajar.          Cuando bajé en la parada correspondiente y caminé las cinco cuadras hasta mi trabajo, las cosas parecían haber tomado otro color. De pronto, las calles tenían más vida, las personas que pasaban a mi lado parecían estar en la misma sintonía que yo porque no se los veía enojados, como la mayor parte del tiempo, y las preocupaciones parecían haber desaparecido. Solo personas felices cohabitando la ciudad, con sonrisas de propaganda y una energía que se contagiaba.          Ingresé al edificio donde trabajaba largas jornadas esclavizantes a cambio del dinero suficiente para poder subsistir cada mes. Las habituales paredes blanquecinas con manchas de humedad me resultaron insignificantes, así como también la luz titilante de la escalera y algunos vidrios rotos de las ventanas. Ignoré el frío que se colaba por ellas y apreté el tapado como si eso fuera a darme más calor.          Por suerte solo tenía que subir hasta el segundo piso. El ascensor para mí había pasado a un segundo plano, por no decir un plano nulo, después de una mala experiencia en mi edificio en el que permanecí una hora encerrada, esperando a que los bomberos llegaran. Desde entonces trato de evitarlos la mayor parte del tiempo, y más si el edificio evidencia una falta de mantención, como este.          Apenas saludé a mis compañeros de trabajo y a mi jefe cuando llegué. Caminé como zombi hasta mi cubículo y encendí el monitor. Tardó una eternidad en mostrarme el escritorio y otra eternidad más en abrirme los programas que necesitaba utilizar.          La mañana pasó más rápido de lo que imaginé, las bebidas energizantes y las ocho tazas de café que tomé me ayudaron a que la jornada fuese más llevadera.          —¿Venís a comer con nosotros? —Claudia, una morena bastante sensual y con porte de modelo, asomaba su cabeza por detrás de mi pantalla. Me sobresalté porque estaba tan concentrada en mi trabajo, que ignoraba todo lo que pasaba a mi alrededor. Era eso, o que el cansancio comenzaba a pasarme factura. La miré, entrecerrando los ojos mientras analizaba su pregunta, y me puse de pie de un salto.          —¿Ya es la hora? No había notado el paso del tiempo, mirar la hora en el monitor no era una opción porque el reloj siempre se descontrolaba. Ella asintió con una media sonrisa, y abrió más sus ojos color verde, a la espera de una respuesta. —Supongo que sí —respondí con rapidez mientras me colocaba mi abrigo y colgaba mi cartera en el hombro.          Una vez que salimos de la improvisada oficina de la revista —una local, que no tenía mucho alcance y que no entendía cómo se mantenía en pie—, Claudia entrelazó su brazo al mío y bajamos las escaleras mientras ella me contaba de la cita que había tenido la noche anterior.          Claro que no escuché lo que decía, mi mente solo repasó mi corto encuentro con Marcus. ¿Cómo era posible que esos pocos minutos en los que dijimos tres palabras significaran tanto para mí? ¿Era verdad eso del amor a primera vista o yo prefería creer en eso para que mi vida tuviera un poco de acción? No importó la respuesta, a esa altura mi imaginación volaba alto y no había forma de traerme de regreso a la realidad. Por eso, cuando entramos al local chino para comprar nuestro almuerzo, me vi en la obligación de parpadear varias veces para asegurarme de que Marcus realmente estaba ahí eligiendo su comida para llevar. —¿Andrea? —preguntó Marcus algo pensativo cuando por casualidad volteó a ver hacia la entrada. Sacudió su cabeza al darse cuenta de que no era mi nombre y que ya se le había olvidado. Reí de una manera extraña, tanto, que las personas en el local voltearon a mirarme.          —Gabriela —respondí rápido, necesitaba mantener su atención.          Claudia me miró, frunciendo el cejo ante mi inusual comportamiento, no tardó mucho en comprender que estaba sobrando en la ecuación y soltó mi brazo para ir por algo de comida.          —¿Trabajas por acá cerca? —preguntó Marcus con la bandeja a medio llenar entre sus manos.          —Sí, a unas tres cuadras. ¿Y vos?          —Justo en el edificio de enfrente. —Señaló con su cabeza y yo giré a mirar. Se trataba de una multinacional que vendía no sé qué cosa a las empresas petroleras, porque el tema no me interesaba en absoluto.          —Ah. —Fue todo lo que dije y escuché su risa por lo bajo.          —¿Quieres que comamos juntos? —preguntó, perdiendo el tono argentino que tanto se esforzaba por imitar.          Miré en dirección a mis compañeros de trabajo, en especial a Claudia, quien me hacía gestos de complicidad, haciendo alusión a lo guapo que era el hombre parado frente a mí. Supe entonces que no le molestaría en absoluto que comiera con él.          —Es una buena idea —respondí al fin, liberando una sonrisa llena de felicidad.          Tomé una bandeja y seleccioné lo que quería comer. Marcus completó la suya, y juntos caminamos hacia el mostrador, donde pesaron nuestras bandejas y pagamos por lo que llevábamos. Una vez que nos entregaron nuestra comida, abandonamos el local en dirección al edificio donde él trabajaba.          —Siento curiosidad —confesé mientras cruzábamos la calle a las corridas, aprovechando que los autos estaban parados en el semáforo de la otra cuadra.          —¿Sí? —Marcus me miró de soslayo, concentrado en llegar con vida hasta la otra vereda.          Nos detuvimos frente a la fachada del moderno edificio con enormes ventanales polarizados. Aunque he pasado miles de veces por la vereda de enfrente, jamás le había prestado atención.          —¿Te animás a comer dentro?          Tragué con fuerza, sabía que otros empleados mirarían con curiosidad la compañía del nuevo, del extranjero, y que los rumores correrían de inmediato. Aunque eso no me molestaba, me podía imaginar la incomodidad que sentiría Marcus ante las burlas de sus compañeros. Dejé escapar un suspiro y lo miré, con algo de nerviosismo y vergüenza.          —Creo que es preferible ir a otro lugar —sugerí—. Ya sabes, desconectarnos del trabajo por completo.          Esperaba que mi mentira a medias sonara lo suficientemente convincente para él. Ladeó una sonrisa y miró hacia el edificio por unos segundos.          —Me parece bien.          Le sonreí. Cruzamos una vez más la calle con la intención de calentar nuestras bandejas y así sentarnos en algún banco de la plaza para poder comer. Y eso hicimos. Buscamos el asiento más alejado de las personas y nos acomodamos para poder almorzar.          —He notado que no te apartas de tu cartera —dijo, señalando con su tenedor de plástico.          —Algo que tenés que saber es que Argentina es un país hermoso, pero en extremo peligroso. Nunca salgas con tu celular en la mano porque lo más probable es que te lo choreen… Te lo roben. —Me apresuré a decir ante su gesto de no comprender mi vocabulario—. Voy a tener que enseñarte algunas palabras claves para que sobrevivas en Argentina —bromeé y le di un rápido bocado a mi comida.          Hablamos de cosas banales, como nuestras películas preferidas, series y libros, color preferido… todas esas cosas que parecen insignificantes, pero que son típicas en un primer encuentro. Estaba muy nerviosa, temía quedarme mirándolo fijo a los ojos o reparando en la perfecta simetría de su rostro. Volví al trabajo con una enorme sonrisa plasmada en mi cara, ni siquiera me interesó llegar diez minutos tarde. Parecía que iba volando en una nube de sensaciones nuevas y deseos que comenzaban a tomar forma en mi cabeza. Ninguno de los escenarios que imaginé durante la noche ocurrieron, y en ese momento sentí que la realidad era más cruda, que las confesiones de amor no ocurren de manera inmediata y que si quería conquistarlo iba a tener que esforzarme el triple. —¿Y quién era ese galán? —La voz de Claudia me regresó a la realidad, desde que había regresado del break estaba sentada, mirando la pantalla sin hacer nada. —Es mi nuevo vecino —respondí, acomodándome en la destartalada silla. Algunos fierros se me enterraban en la espalda y por más que hubiese pedido un reemplazo, el presupuesto nunca era suficiente para comprar una silla nueva. —Mmmm, huele a historia —comentó con picardía. —No, no es lo que crees. —Me apresuré por responder, pero ella sabía leer las expresiones de las personas como nadie. —Ah, ¿no? Claudia aclaró su garganta, se acomodó sus delicados lentes que acentuaban su rostro fino, y buscó algo en su pantalla. Chasqueó la lengua cuando dio con lo que buscaba y soltó una risa nasal. —¿Cuál es tu signo? —preguntó, mirándome de reojo. La miré haciéndome la desentendida. A decir verdad, poco creía en todo eso del horóscopo y las constelaciones, si algo iba a suceder era porque nosotros mismos lo provocábamos o buscábamos, nada tenía que ver el destino en ello. Volvió a insistir y no tuve otra opción, blanqueé los ojos y solté un suspiro. —Aries. —Uh. —Hizo una mueca de desagrado antes de empezar a leer, pero su objetivo se vio interrumpido cuando decidí cuestionar su gesto. —¿Por qué ese “uh”? —¿Cómo decirlo sin que te ofendas? Si bien suele ser un signo muy aventurero, también son muy obsesivos con el trabajo, demasiado egoístas, olvidan que hay personas a su alrededor. Lo positivo es que tenés tus metas claras y trabajas por ellas. —Eso no suena a mí —refuté—. No soy aventurera —Comencé a enumerar—, si tuviera mis metas claras, no estaría metida acá, evito el contacto social. Y no me obsesiono con el trabajo, si por mí fuera, en este momento estaría tirada en el sillón de mi casa mirando alguna película en Netflix. —Todos desearíamos estar tirados en el sillón viendo la vida pasar —dijo entre risas—. Sonás más a Tauro, quizá sea tu ascendente —comenta pensativa, casi en un murmuro. —Como sea, no creo en todo eso de los signos. —Amor —dijo y yo me quedé mirándola, entendiendo de inmediato que estaba a punto leerme lo que anunciaba el horóscopo esa semana—. Una nueva aventura llega a tu vida de la mano del argonauta. —¿Y eso qué significa? —Alcé una ceja, no comprendía lo que Claudia acababa de leer. —El argonauta es la carta del viajero, puede ser que vos emprendas un viaje hacia lo desconocido, lo cual puede ser algo metafórico, o que alguien llegue desde afuera a tu vida. —Mejor sigo con lo mío, el sueldo no se paga solo. Regresé mi vista a la pantalla y por más que fingí estar sumergida en mi trabajo, las palabras de Claudia resonaron todo el día en mi cabeza. Marcus era el viajero que había llegado a regalarme nuevas aventuras.          

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