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Desavenencias del destino

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Blurb

Se enmarca en el mal vivir de las personas en una sociedad causante de diferencias sociales, contrariedades, descontentos, conflictos, pobrezas extremas, miserias, hambrunas, donde se practica la supervivencia para alargar la vida. Mientras hay quienes por su acomodamiento dentro de la sociedad, actúan como vampiros, sangrando a los necesitados de atenciones, quienes caen el desagrado por su actuar, en un pasado intermedio, ajeno a las leyes del honor. Es el caso de Roberto Romero, que no soportó la miseria, y echo a andar para encontrar la mejoría y dejar atrás un pasado que para él no fue nada bueno. Siendo un joven que con solo dieciocho años llegó a La Habana en busca de un empleo, y solo consiguió enfrentarse a una ciudad donde la corrupción era la andante de los poseídos y los tropezones para los desposeídos. En sus andanzas conoció a Marlen Zorrilla, adicta a la droga, con quien tuvo unas relaciones amorosas, llevándolo a la drogadicción, convirtiéndose en traficante de droga en gran escala, así como propietario de prostíbulos, casas de juegos, bares. Tuvo un final inesperado, debido al triunfo de la revolución, donde se nacionalizaron todas las propiedades privadas, siendo retornado al pasado, el cual no deseaba por su elevado patrimonio. Fue sancionado por las leyes revolucionarias por trafico de droga.

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desavenencias del destino
Capitulo 1. Pesadilla de un pasado incierto. Soy Roberto Romero, haré una pequeña síntesis de mi vida en un gobierno siniestro. Nací en un pueblecito de una zona rural del Oriente cubano. Sus calles rocosas, de pocos mercados, de personas humildes. Pasada las doce de la noche era desesperante, antes, nosotros los jóvenes buscábamos la distracción caminando a lo largo del andén de la Estación de Trenes, otros deambulaban hasta encontrar un lugar donde compartir el fuego amoroso con su novia. Había un único bar que era visitado por borrachos y alteradores del orden. En los hogares los hambrientos les pedían a Dios el pan nuestro de cada día. Mi padre de idéntico nombre, era minero, muy trabajador, no ganaba lo suficiente para sustentar a la familia. No es pecado decir las tantas noches que nos acostamos con un pedacito de pan y agua con azúcar en el estómago, pues, no había para más. Esa noche me senté indignado en la maltrecha cama. ¡"Oh cielo!" -me dije-. "¿Será posible que mi padre sea de por vida un desgraciado minero, mientras hay vampiros que sangran a los hambrientos y Dios se los consiente?" En este razonamiento quedé profundamente dormido, entrando en un insólito sueño. Corría el año 1950, había alcanzado la mayoría de edad, es decir, los dieciocho años y estaba en La Habana. Recién llegado tuve que pernoctar por varios días en los bancos de los parques, y los portales de las casas; luego me acomodé en un cuarto que me habían facilitado. Logré emplearme como aprendiz, o auxiliar de plomería, poca cosa, pero era algo en esa época llena de hambrunas, había adquirido gran destreza. Hacia de todo un poco: reparaba la tubería sanitaria, cambiaba instalaciones hidráulicas; en fin, diversidades de cosas, no tenía un oficio definido. Haciendo trabajos domésticos, conocí los interiores de muchas de las moradas más lujosas de la ciudad. Bien; se me había encargado uno de esos trabajos de plomería en una morada en el Vedado: la tubería que llegada hasta el baño estaba rota. La reparación era compleja; pues, había que romper la pared y el piso. Era aquella una morada vieja, de dos pisos, de paredes sólidas y gruesas, que tenía doble hilera de ladrillos. Mientras trabajaba escuché un ligero ruido en la habitación contigua. La puerta intermedia estaba abierta, y en la pared opuesta había un espejo, y por él pude ver lo que estaba ocurriendo. Un hombre, que no era el dueño, ya que me había abierto la puerta y me dijo que el mismo estaba para Camagüey con la familia. Daba al pequeño disco de una caja fuerte que estaba incrustada en la pared. Cuando abrió la puerta tomó un paquete. Vi perfectamente que sacaba algunos fajos de billetes, y puso el bulto en su lugar. No quise ver más y reanudé mi quehacer. Aquello no me interesaba, y no me preocupé más por el asunto. Antes de marcharme, puse el bolso con las herramientas sobre una mesa pequeña que estaba en el piso bajo junto a la puerta de entrada, y fui al patio a revisar la tubería, al no haber problema, regresé y recogí el bolso. Ya en el taller vacié las herramientas en el piso y encontré un fajo de billetes. Tal vez fue echado maliciosamente por el hombre que había violentado la caja fuerte. Lo demás era fácil de concebir. Pero pensé que debiera habérselo dicho al dueño del taller, y haberle entregado el fajo de billetes. Lo habría hecho, pero él ya no estaba; se había marchado temprano, encargándome el cierre del local. Lo que debió haber hecho entonces era regresar a la morada y devolver el dinero. Pero era tarde y estaba algo agotado y hambriento. Lo dejé, ya que, por aquella noche, proponiéndome arreglar el asunto al otro día. Tampoco lo hice. Estuve trabajando desde temprano en la mañana hasta tarde en la noche y no hallé ninguna oportunidad para hacerlo. En varios días me olvidé del dichoso fajo de billetes y, en los venideros ya no volví a recordarlo. Había perdido el empleo y las necesidades se acrecentaron. No tenía dinero y... Bien, salí con las herramientas para pregonar sus ventas. Estando en este accionar. Revisé el bolso, y entonces volvió aparecer el fajo de billetes. En cuanto lo tuve a la vista, me lo censuré. De todos modos lo guardé en uno de los bolsillos del pantalón. Volví a la morada con la sana intención de restituirlo. Me animaba la esperanza de que me confiaran algún trabajo, aunque fuese de jardinero. Llegado allí, toqué a la puerta, no vino nadie abrir. Insistí sin que me contestaran. Me dispuse a retirarme; pero algo me instigaba y me retuve. Caminé de un lado a otro mientras meditaba; mis manos se movían en los bolsillos con desaliento, humillada la cabeza y mirándome los pies, acordes los movía. En eso, apareció un joven mandadero, que salió de una de las moradas próximas, y, viéndolo nervioso le dije que en la morada no había nadie. Lo insté para que me dijera por qué estaban abiertas las ventanas del piso alto, pero todo fue en vano. Le pregunté si sabía cuál era la ocasión más propicia para encontrar a la criada. Me respondió que no estaba enterado, pero me sugirió lo que sin preguntarle debió sugerirme el sentido común: que probara por la noche. En consecuencia volví al cuarto y esperé la noche. Entonces fue cuando la malvada idea empezó a germinar, y se mezcló en mi mente con las necesidades. Fue creciendo sin que lo advirtiera, y estos crecimientos son fatales. Y todo contribuía a irse fuera de lo razonable. Tenía apenas cinco centavos y no alcanzaba para comer. Temía que el dueño del cuarto me dijera hasta aquí, lo cual iba a suceder en cualquier momento. Bien: la idea creció como el gigante de las siete leguas, mientras permanecía sentado en el borde de la cama tentado por aquel fajo de billetes. Hacia las ocho de la noche, poco después de oscurecer, salí dirigiéndome de nuevo a la morada, todo estaba concebido. Llegué a la esquina cercana, me detuve allí un instante, y pude ver que adentro había luces encendidas que iluminaban las ventanas del piso bajo. Frente a la morada había un automóvil en espera de alguien. Las luces se apagaron y unos minutos después una muchacha salió caminando y el automóvil se retiró. Pude haberla alcanzado antes que se marchara calle abajo, pues no parecía darse prisa. No lo hice. Mis pies, como sembrado, no dejaban moverme. Permanecí torpe viéndola partir, deseando que se alejara. Ella vestía de una forma no acostumbrada y cuando las personas de clases se vestían de ese modo no era para ir de compra, se alejó también. Estuve dando vueltas alrededor de un parque que había cerca de la morada, tentando en el bolsillo el fajo de billetes, luchando con el hambre y la mente revuelta. La lucha fue dura, aunque supuse que lo fue suficiente. Estaba con el estómago vacío, y así es difícil mirar el peligro. No había llevado el bolso conmigo, pero si tenía colgado en la cintura un destornillador y una pinza, era todo lo que necesitaba para una urgencia. Esta vez no tuve que torturarme la mente. En una oportunidad, a fin de excluir la tentación, llegué a echar el fajo de billetes en un tanque de basura. Pero de nada sirvió, antes de un minuto había regresado para recuperarlo. Desde ese momento deseché toda vacilación dirigiéndome a la morada. Estaba vencido. Toqué la puerta por pura rutina. Sabía que no había nadie. Entonces, introduje por una ranura el destornillador. La puerta se abrió con toda facilidad, pues la inocente muchacha no se preocupó por ponerle el seguro. Prescindí de luz para orientarme. Subí la escalera, como hice cuando fui a reparar la avería. Me dirigí a la habitación. Encendí la luz, pues en las ventanas había puesto una cortina de tejidos gruesos, y di vueltas al disco sin saber si podía acceder a la combinación; pero no se resistió, eché a un lado la puerta. Entonces, tomé un paquete y puse el fajo de billetes. Mi mente traqueó fuertemente, y cambié bruscamente de idea. Tomé el fajo de billetes. Cerré la caja. Apagué la luz y me dirigí a la puerta. Antes de salir, atisbé por unos minutos para cerciorarme de que nadie me miraba. Cerré la puerta con sumo cuidado y salí a la calle, y me alejé aligeradamente del lugar. Casi de inmediato comencé a pagar la novatada... ¡Dios, y de qué manera! Antes que hubiese caminado una cuadra miraba a la gente cara a cara, iba encogido, la calle me presionaba, permanecer en ella se me hacia espantoso. Las personas que venían hacia mí, si me miraban con demasiada fijeza me daban la impresión de que me espiaban. Las que venían caminando detrás de mí, peor aún; mis hombros temblaban en espera de que una mano representante de la ley se posara sobre ellos. Lo peor de todo, ahora que tenía el dinero no sabía que hacer. Una hora antes de tenerlo habría dado cualquier cosa por exhibirlo. Creía también sentir hambre, ya que desde hacia varios días no había probado un bocado de comida, pero en ese momento me encontraba con que ni eso sentía. Entré en el más lujoso restaurante que encontré, y pedí los mejores manjares del menú, como había soñado tantas veces. Mientras iba pidiendo, todo marchaba bien; pero cuando los platos comenzaron a llegar a la mesa y los presentes a mirarme, experimenté un cambio, un salto en el estómago. Se me hacia imposible llevar nada a la boca. Era como si algo cubriese mi garganta. Cada vez que ponían en la mesa un nuevo plato, y los presentes me atisbaban, toda gana de comer se iba siendo más insoportable. Al cabo de un rato no pude tolerar más; saqué no sé que cantidad de dinero, lo dejé sobre la mesa y abandoné el lugar. Al encontrarme fuera, no pude menos que recordar que mi familia estaba hambrienta y que mi padre en particular estaba arriesgando su vida, trabajando en los pozos de la mina, también recordé que cuando tenía cinco centavos para gastar; cinco centavos que realmente no era mi sacrificio, sino, el de mi padre. No aceptaba a expresarme, será tal vez que soy honrado y tímido por naturaleza, y que súbitamente no podía cambiar de una cosa a otra, es decir, de un pobre hambriento a un tipo acaudalado sin sufrir las consecuencias. Un cambio debe hacerse lentamente, salido del sacrificio de las personas, tal vez venciendo más obstáculos. Poco después eché a andar por las calles en la nueva condición, temeroso de los ojos de quienes me miraban, de los pasos de quienes me seguían, de la honradez de mi familia, de mi timidez. Vi una iluminaria que anunciaba un bar. Había visto un sujeto que no me agradó mucho, dos o tres cuadras atrás, me parecía seguirme para reconocerme, y cuando creía que no me miraba, apresuré los pasos y entré al bar. Parecía un buen lugar para estar allí un corto tiempo y despistar a aquel individuo que seguía con demasiada persistencia. Entresaqué de los billetes una suma para permanecer hasta lograr liberarme del perseguidor. La primera muchacha que vi, movió la cabeza provocando una invitación, "es a mí a quien busca". "Sí es a mí", repitió ella con gesto ansioso, pasando una y otra vez su mano sobre sus labios. Sobrevino un silencio. En los últimos momentos había hablado sin interrumpirme, debido a lo cual el silencio pareció más largo, por contraste, de lo que realmente fue. Mi mente estaba agitada, me pregunté, "¿y qué hago ahora?" "¿Qué puedo hacer?" Es inevitable. El dueño de la morada descubriría la falta del dinero en cuanto regrese de Camagüey, y vaya a extraer o a guardar dinero en la caja fuerte. Y, probablemente, aquel buscase la vida me estará espiando para buscar una recompensa. Además, mi jefe les dirá quien soy y dónde vivo, o quizá vivía últimamente. Todo esto les llevará poco tiempo. Me atraparán, no hay duda, sin disfrutar un solo centavo. "¿Qué más da?" Siempre los adinerados los consiguen, siempre pescan sin sacrificarse, y tienen la posibilidad de lograr sus antojos con gran suma de dinero. El dinero mueve el mundo. En esta especulación la noche cedió su turno al día y junto a ella se acabó el sueño. Mi padre se había levantado y se preparaba para ir a trabajar a los pozos de la mina. Quedé acostado en aquel descalabrado camastro y la pequeña mente llena de chichones. Fijé la vista en el techo, sin que pudiera aún convencerme de cómo había sucedido aquello. Reflejé en el rostro una disparidad de dolor, de resignada decepción, que me conmovía el estómago destrozado por el hambre. Había ido a La Habana con ansias de acabar con la miseria y, en cambio, ella me había vencido. Capítulo 2. Hay pocos hombres que no pueden recordar días afortunados. Hay pocos hombres que no pueden recordar días afortunados, pero serán muchos los que no olviden años enteros de hambruna. La dicha nunca me favoreció. Todos eran dificultades para no decir adversidades. Tenía veinte años cuando mi padre murió y mi hermano se había trasladado para la ciudad de Santiago de Cuba, según sus cartas las cosas andaban bien. Había logrado conseguir un empleo, cosa que extrañé mucho, esa ciudad estaba en revolución. Un grupo de jóvenes habían asaltado el Cuartel Moncada, uno de los recintos de la tiranía batistiana. El país se había convertido en un volcán en plena erupción. De punta a cabo no faltaba el peligro de ser atrapado, torturado y luego asesinado. Aquello, para nada me gustaba, y tomé la determinación de marcharme para La Habana a probar suerte, antes, hice algunos trabajos domésticos, y logré recaudar el dinero que necesitaba para el viaje, lo hice en tren. A medida que me acercaba a La Habana, mis pensamientos se hacían más sombríos. Me preocupaba mi madre, allá, sola en un pueblecito con extrema pobreza. Imaginaba que mi madre podría recibir algunas atenciones de mi hermana, que estaba casada con un comerciante, pero no podía asegurarlo. Cuando terminé de reflexionar me puse a recordar mi infancia y en que se convertiría mi destino al llegar a La Habana, pues, no tenía calificación alguna para encontrar un empleo y borrar la pobreza, pasar a ser una gente para bien, dejando atrás el hambre. Me convertiría quizá en un ladrón, en un limosnero, o realmente formaría parte de una banda de narcotraficantes. No es que creyese que el diablo podía retorcerme la humildad, pero tampoco explicarme el trágico final. Sabía que iba para la capital, y que todo sería distinto y difícil, incluso, hasta para adaptarme al tipo de vida que allí se llevaba, con mucha agitación. Las horas iban pasando así, en profundas reflexiones, cuando de repente el tren entró al andén y detuvo su marcha. Fuera de la estación fui a dar a un parque que hay cerca de allí. La golpiza que un policía le estaba dando a un individuo me consternó porque se trataba de un joven y, además, sus quejidos tenían algo doloroso. Un instante después, me acerqué a aquel joven quien se mantenía tirado en medio del parque y tras un breve esfuerzo logré levantarlo, “¡qué horror!”, los bastonazos estaban marcados en su espalda. El joven me dijo que no debía alarmarme, pues, seguramente vería varias de estas golpizas, y peor aún, personas destrozadas en medio de la calle. Miré en derredor, la ciudad me pareció embellecida con los vivos colores; el ir venir de los automóviles, la agitación de la gente, las edificaciones, los mercados, el capitolio, en fin, cuantas cosas se reflejaban ante mis ojos era emocionante. Era un mundo para mí, totalmente ignorado. El joven me hizo una invitación en un gesto de gratitud. -¿Por qué no vas conmigo a mi casa? –dijo-, mi madre te agradecería esto que has hecho por mí... ¡Ay!, por qué no habré hecho caso a lo que ella me dijo. Bien... ¿Vienes conmigo o no? Acepté de buen gusto. Cierto es que no faltaban en las calles algunos prostíbulos, bares, casas de juegos, no sé sabe cuantas vicisitudes que imperaban vicios. Habiendo caminado hasta la casa del joven, dejamos la calle y entramos en un solar de muy mal aspecto, ropas tendidas en improvisados cordeles, papeles y desechos de comida tirados en el suelo. En ambos lados había varias puertas, al fondo, tres tipos de características similares, de cuyos labios colgaban sendos cigarrillos, y a quienes me abstuve de mirarlo, si ellos me observaban. En principio pensé que en el solar no viviera tanta gente, ni que en la ciudad no hubiera tanta miseria. Tuve la curiosidad de echar una ojeada más amplia alrededor del solar, pero el joven se detuvo, llamó a la puerta, y al ver que no le abrían, la empujó y entramos. Sin duda, las pocas cosas que había allí denotaban las condiciones en que vivía dicho joven. Sobre una mesa había dos platos de esmaltes boca abajo, un jarro con algunas abolladuras, y tres muebles donde imperaba la suciedad, los fondos estaban destruidos. En un rincón había un altar con una Virgen de la Caridad y un conjunto de piezas propias de la religión. Daba la impresión que se practicaba el espiritismo, y que se hacían consultas espirituales. Convencido de que el curioso lugar solo sería utilizado para un breve descanso, no vacilé en quitarme la deslucida camisa que estaba adherida a mi espalda por el sudor, puse el deteriorado maletín en el suelo, me quité los zapatos y los eché a un lado, ya que los había soportado con demasía, unos clavos que sobresalían me estaban pinchando los pies. El tiempo iba pasando así, en un examen visual. Un instante después, se abrió la puerta, y entró a la pequeña sala-cocina-comedor una bella morena con un paño rojo amarrado a la cabeza. La mujer se fue acercando, estaba como distraída, me dirigió una profunda mirada, y me dijo en un tono más bien emocional. -¿Qué haces tú aquí? -Pues usted verá. Vine acompañar a su hijo. Ella apretó los labios y clavó en mí las lucecitas que desprendían sus pupilas. Como esperaba esa actitud silenciosa, continué. -Si le molesta hablar, no lo haga. Pero su hijo está metido en problema. La policía acaba de golpearlo. Se le aflojó el maxilar inferior y sus ojos se entrecerraron. Con una de sus manos intentó hacer la señal de la cruz; pero desistió, acaso porque me viera cara de irreligioso. Esperé unos segundos para darle chance a derramar algunas lágrimas, parece que no las tenía todavía maduras. -¿Usted ha comprendido el motivo de mi visita? -le pregunté. Se apagaron las lucecitas. Su mueca me dejó ver que le agradable la ironía. -Necesito saber si eres amigo de Pedrito -replicó-. Es como único puedo recibirte en esta humilde casa. Esperé unos minutos para pensar. De ningún modo estaba dispuesto volver a la calle, sin antes haber tomado el respectivo descanso. Estaba firmemente decidido a contestarle afirmativamente. -Sí, señora... Yo soy amigo de Pedrito, y me llamo Roberto Romero. -Mi nombre es Esther Quintero... para servirte. Se sentó en el único asiento que estaba vacío, pues, los otros restantes los ocupábamos Pedrito Cruz y yo. Pedrito Cruz no pudo mantenerse callado. Me clavó su mirada grande y negra. -Es posible que te veas enredado en este embrollo. Sin embargo, no temas. -Lo único que te pido es que seas sincero conmigo -le dije-, que me digas que esta ocurriendo. ¿Me lo prometes? Pedrito Cruz usó la cabeza para asentir. Golpeó la frente con el índice y me comentó. -El policía me asediaba... Como todos... Es cierto que Pedrito Cruz andaba en alguna fechoría y el policía le aplicó una píldora tranquilizadora con el bastón; pero quizá yo puse en mis palabras algunas dosis fuertes de un calmante más eficaz. El caso es que una sonrisa -una de esas sonrisas que se llaman puras- se abrió paso entre mis labios. Insistí. -Seguro que te asediaba por algún motivo. Es necesario que hablemos de ese asunto. Esther me rechazó con una fuerte mirada. De esa mirada que matan al momento. -Oiga, jovencito, aquí quien habla soy yo -dijo, Esther Quintero con tono reservado-.Pedrito no debió regresar al parque. Por no seguir mis advertencias recibió esos golpes. Pedrito Cruz hizo un gesto y seguidamente una mueca con sus labios. Me di cuenta de que se trataba de un suceso casual. Al instante Esther Quintero rompió el corto silencio. -Ese policía pudo haberte matado -dijo, con tono seco. -Sé que nada puedo hacer sin los consejos tuyos -habló, Pedrito afligido. Mi imaginación voló tan rápido como el relámpago. Pedrito Cruz se estaba dedicando al hurto, o al robo, y uno de los escenarios era aquel parque donde fue golpeado. Tal vez yo hubiese sido una de sus víctimas. Hice un gesto de fastidio y le dije en un tono calmado. -No creo que usted se atreva a tanto. Ella echo mano a su reserva de cinismo y me preguntó. -¿Te interesa mi vida íntima? Le dediqué unos segundos de meditaciones antes de responderle. -Entienda una cosa, Esther: Si algo tengo de excepcional es que no me gusta meterme en los problemas ajenos. Me basta con los míos. -Está bien. Te entiendo. -me dijo Esther. En el acto, decidí desafiarla. Y no es que hubiese estado convencido de correr la misma suerte de Pedrito Cruz, sino, que, la necesidad de abrirme paso era imperante. No podía ocupar el tiempo en analizar cosas que no tenían que ver con mi presencia allí. De todos modos me ofrecí voluntariamente a prestarle apoyo. -Si en algo puedo servirle -dije, decidido-, pueden constar conmigo. Esther Quintero hizo una leve inclinación de cabeza en señal de desacuerdo. -Es imposible que te involucres en este asunto -dijo, ella con desaliento -La policía te puede matar. Me pareció prudente callar. Pero, por solo un momento, pues, no pude aguantar los impulsos y mis palabras salieron como un torrente. -Vine a esta ciudad a buscar trabajo. Tengo una situación económica nada agradable, y pienso que para lograrlo enfrentaré el peligro, sin ningún temor a morir o vivir. Al escuchar esto, ella sonrió. -Eres un desconocido -dijo, Esther-. No sé hasta dónde puedo confiar en ti. Entablé una lucha consigo mismo. De un lado, me disgustaba la idea de enfrentarme al reverso de la manera en que fui criado y el honor de mi padre. Tenía que apoyarme en alguien que me encaminara en el afán de encontrar un empleo. Por lo visto esto no iba ser posible, debía probar suerte hasta lograr ubicarme en otro lugar donde existan las buenas costumbres. Reafirmé mi voluntad, y me sentí orgulloso de ser hijo de un padre minero y, además, feliz en parte por estar a punto -y a tiempo- de aclarar todo aquel misterio que ahora me parecía elemental. Esther sonrió y cambió de tema. -Es primera vez que vienes a La Habana –me preguntó, ella con cierta ironía. Aunque no había comido el día anterior, y ya eran alrededor de la una de la tarde, le contesté con una falsa inocencia que ella debió verla a flor de piel. -Sí. Es una ciudad muy bonita. Volvió a mirarme, esta vez con cara de desconfianza. -¿Y no te avergüenza decirlo? -me señaló. -En estos tiempos, señora, cada cual anda en los suyos –contesté con firmeza. -Cierto, cierto... -A propósito: dígame cuál es mi encargo? No me permitió que advirtiese su sorpresa. -Como cuento con tu madurez -me dijo-, voy a decirte que Pedrito tiene que buscar el sustento de la casa, ya que aquí no se puede estar de más, sin tener lo que se necesita para vivir. -No se preocupe. Si quiero que acabe de decirme qué debo hacer. Esther puso una mano en mi hombro y me expresó, con tono de guía espiritual. -Eres muy joven, Roberto. Sé bien que carece de cierta facilidad para enfrentarte a este mundo... -calló para mirar mi cara de tímido-. No conoces las perversidades de la vida. En esta ciudad hay que robar para vivir, y para esto tiene que cambiar esa cara. No se habló más del asunto. Ella me preparó el baño, a continuación puso sobre la mesa un plato con una comida ligera. Después puso una colchoneta en el suelo. Luego de devorar la comida, me acosté y crucé las manos sobre el tórax y permanecí sin decir nada. Era tanto el cansancio y el sueño que salí de aquella perturbación de robar. La pasividad me llevó a creer que un poder sobrenatural me había inmovilizado impidiéndome toda libertad de movimiento. Sentí como que mis cabellos se erizaban sobre mi cabeza, me quedé profundamente dormido. Mientras dormía tuve como especie de una pesadilla, el cielo se llenó de nubes; un súbito torbellino abrió la puerta y un resplandor azulado recorrió la pequeña sala, dejándola luego más sombría. En medio de aquella oscuridad oí a mi padre lanzar un regaño que los ecos lejanos repitieron a través de los espacios nocturnos. Quise levantarme, pero estaba paralizado, impotente para hacer el menor movimiento y salir corriendo. Desperté sobresaltado y vi a Esther envuelta en una sabana delante del altar, luego, se sentó frente a mí que parecía estar esperando el momento de mi despertar. Su mirada era viva y penetrante, pero al mismo tiempo dulce y seductora. Cuando ella advirtió que estaba totalmente despierto, me expresó. -Hijo mío; te llamo así porque te considero como si ya me perteneciera, a primera hora te vas para la calle con Pedrito, él te dirá que debes hacer. Has sido abandonado por Dios, y por tu familia, pero yo no te abandonaré. -Señora -le respondí-, dice usted que he sido abandonado por Dios, y por mi familia. En cuanto a Dios, es cierto, pero no creo que mi madre pueda nunca abandonarme. -Tu observación es justa -dijo, Esther- desde... desde cierto punto de vista; ya te explicaré esto en lo adelante. Por lo pronto, descansa que mañana debes enfrentar tu destino. Dichas estas palabras, Esther me dio una palmada y se retiró. Hice un giro hasta quedar de espalda al altar y no tardé en quedarme nuevamente dormido. El sol se hallaba ya bastante alto cuando desperté y vi a Esther que sirviéndose de un pañuelo espiritual de color rojo me apartaba lo que pudiera turbarme el camino. Cerré los ojos para fingir que dormía y entonces escuché su voz cuando pedía una clemencia a la Virgen de la Caridad. De pronto se dejaron escuchar los pasos de Pedrito y se detuvieron al lado de Esther, y con voz regañona, le dijo. -Esther, qué haces? Te suponía que estabas en el lugar acordado, y mira lo que estás haciendo. -Cállate, Pedrito -dijo, Esther-. No ves que se lo estoy entregando a la Virgen de la Caridad. -Pero, Esther -respondió, Pedrito-, ¿no me has dicho siempre que solo los rezos no son suficientes? Él se ve que es una gente noble. -No es muy meritorio -replicó, Esther- que esté en esta casa disfrutando de los pocos que tenemos, sin que haga nada para mejorar nuestra situación. - Mi querida, Esther -dijo, él-. Él no conoce la ciudad y eso puede ser fatal para este joven abobado. En vez de mandarlo a robar debieras encargarle que pida limosnas. -Vaya -dijo, ella disgustada-. Ahora si que me has hecho un lindo encargo. Pero veamos. En verdad que su rostro se presta para esos trajines de pedir limosnas. -Él no puede hacer otra cosa -dijo, Pedrito-. Así Roberto va conociendo la ciudad, y las cosas les serán más fáciles. Esther pasó suavemente el pañuelo rojo por todo mi cuerpo. Pensé entonces que era inútil seguir fingiendo que estaba dormido, así que me senté y abrí bien los ojos. Esther hizo un gesto para marcharse, pero la retuve. -Esther -le dije-, soy tan humilde como inocente, pero el pedir limosnas me causa gran desaliento. -Roberto -dijo, ella-, si estabas fingiendo que dormía, pudiste escuchar que te he entregado a la Virgen de la Caridad. Ciertamente, tienes que conocer la ciudad para que puedas moverte sin ninguna dificultad. -Señora -le respondí-, yo estoy dispuesto a enfrentar el peligro. No puedo dedicarme a pedir limosnas... ¡ni loco...! -Por el momento no puedes hacer otra cosa -dijo, Esther. -Ya ustedes los saben. No me gusta lo fácil. Soy de quien saborea el sacrificio. Ella alzó los ojos hacia el techo y exclamó. -¡Oh, Dios mío, si es que me oyes, ten piedad de mi alma, quítale a los ricachones el pan nuestro de cada día! ¡Y entrégalo a los necesitados! Al decir esta frase, Esther no pudo contener algunas lágrimas. -Usted no tiene que llorar -le dije, algo lastimado-. Las penas tienen un final. Los ricos están obligados a cometer pecado. -Cometer pecado no –habló, Pedrito bastante enfadado-. A robar para vivir. Esther, rezas también por mí, merezco ser protegido por los santos. -Tú eres para mí algo especial, Pedrito. Me pareció haber descubierto el misterio que se escondía en las intimidades de Esther y Pedrito, pese a la diferencia de edad entre ellos, estaban envueltos en unas relaciones amorosas. Miré a Esther de arriba abajo, luego lo hice con Pedrito. Había quedado claro que era ella quien dirigía las acciones delincuenciales que realizaba Pedrito. Aunque yo era el centro de las atenciones, por parte de Pedrito no había tal preocupación. Éste me miró con cierto aire de arrogancia y me pareció incluso que evitaba salir conmigo. Me sentí algo herido por su actuar

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