La mirada del chico de los ojos grises
La fiesta en la mansión Belmont era todo lo que Aria odiaba: luces brillantes, sonrisas falsas, copas de vino caro y conversaciones repetitivas sobre acciones, viajes a Europa y matrimonios arreglados. La música de cuerdas flotaba en el aire, suave como un perfume viejo, mientras los invitados reían con ese tono superficial que Aria podía detectar a kilómetros.
Llevaba un vestido de seda azul profundo que resaltaba el color de sus ojos, su cabello n***o liso caía en cascada sobre sus hombros. Era la imagen perfecta de la hija ejemplar. Pero por dentro, estaba tan harta que sentía que su piel no le pertenecía.
—¿Otra copa, señorita Aria? —preguntó un camarero con voz amable.
Ella negó con una sonrisa educada, esa sonrisa que había perfeccionado desde los seis años, cuando su madre le enseñó que una dama nunca mostraba su desagrado. Dio media vuelta y se dirigió a la terraza, buscando aire, buscando un escape.
Desde ahí, la ciudad se veía iluminada y lejana. Tan cerca y tan inalcanzable. Bajó las escaleras sin ser vista, cruzó el jardín, y pronto se encontró caminando por la calle, sola, con los tacones en la mano y la respiración agitada. Nadie la detuvo. Nadie se percató.
Caminó hasta que la perfección se desvaneció. Las casas blancas con jardineras se transformaron en paredes grafiteadas, en calles donde el concreto estaba agrietado y las farolas apenas parpadeaban. Pero por primera vez en semanas, Aria respiraba de verdad.
Fue entonces cuando lo vio.
Apoyado contra una motocicleta negra, un chico fumaba con indiferencia. Tenía el cabello n***o, rebelde, y la piel tan blanca que casi parecía brillar bajo la luz de la farola. Pero lo que realmente la dejó sin aliento fueron sus ojos. Grises. Inmensos. Imposibles. Como el cielo antes de una tormenta. Como si pudieran mirar dentro de ella.
—Te vas a perder, princesa —dijo él, sin apartar la mirada del humo que escapaba de sus labios.
Aria se detuvo, alzó la barbilla.
—No soy una princesa.
Él la miró por primera vez directamente. Sonrió, una sonrisa torcida, peligrosa.
—Claro que lo eres. Mírate. Todo en ti grita ‘intocable’.
—Y tú gritas ‘problema’.
—Kael —dijo, extendiendo la mano con desinterés—. Por si te interesa ponerle nombre al problema.
Ella no la tomó.
—No suelo hablar con extraños.
—Entonces soy tu primera vez en muchas cosas.
Aria soltó una risa seca y se giró para marcharse, pero su corazón latía como si acabara de correr kilómetros. Caminó con paso firme, aunque sentía su mirada en la espalda.
Esa noche no pudo dormir.
Al día siguiente, todo volvió a su rutina: clases de piano, tutorías privadas, cenas familiares. Pero algo había cambiado. Una inquietud nueva crecía dentro de ella, una necesidad de volver a ese lugar donde por una vez nadie le decía quién debía ser.
Pasaron tres días antes de que volviera. Y ahí estaba él.
—Pensé que eras un espejismo —dijo Kael al verla.
—Pensé que tú ya te habrías ido.
—Algunos problemas persisten.
Se sentaron en el borde de una acera, sin decir mucho. Él le ofreció una soda barata y ella la aceptó como si fuera champagne. Hablaron poco, pero cada silencio entre ellos tenía peso. No eran iguales, y eso era precisamente lo que los hacía chocar... y conectar.
—¿Por qué vienes aquí? —preguntó él, de pronto.
—Porque es el único lugar donde nadie me mira como una joya de museo.
Kael la observó, esta vez sin burla.
—Aquí te miran como una chica bonita perdida en el lugar equivocado.
—¿Y tú?
—Yo soy el lugar equivocado.
Aquella noche, Aria volvió a casa con los zapatos sucios y una sonrisa secreta.
Pero no todos los secretos duran mucho.
Una semana después, durante una cena con su familia, su madre la observó con ojos fríos.
—Has estado saliendo mucho, Aria.
—¿Y eso es un crimen ahora?
—Para alguien de tu posición, sí. ¿Quién es?
—¿Quién es qué?
—El chico. El que no pertenece a nuestro mundo.
Aria dejó los cubiertos en la mesa con lentitud.
—¿Qué pasaría si sí estoy viendo a alguien?
Su padre intervino con una voz grave:
—Lo acabarías ahora mismo.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces dejarás de ser una Belmont.
La amenaza era clara. Aria sintió el nudo en su pecho, pero no cedió.
Esa noche, escapó por la ventana. Kael la esperaba, como si supiera.
—¿Problemas en el paraíso? —preguntó, sin sarcasmo.
—Mi padre quiere desheredarme.
—¿Y tú?
—No sé si vale la pena perderlo todo por ti.
Kael la miró fijamente. Sus ojos grises, antes fríos, ahora parecían doler.
—Entonces déjame hacer que sí lo valga.
La besó.
Fue un beso salvaje, torpe, lleno de rabia y deseo. Como si supieran que ese instante era robado, que podía no repetirse.
Cuando se separaron, ambos respiraban como si hubieran corrido.
—Esto no va a ser fácil —dijo ella.
—Lo fácil es aburrido.
Y esa frase, más que ninguna otra, selló lo que vendría.
Un amor oscuro, apasionado, tóxico. Pero real. Más real que todo lo que Aria había vivido en su mundo dorado.
Esa fue la noche en que Aria Belmont dejó de ser intocable. Y Kael... dejó de ser solo un problema.
Se convirtieron en su peor adicción.
Y en la historia que nadie podría olvidar.